Todos (quién más, quién menos), llegamos a la tarde de la vida, en la que, según San Juan de la Cruz, nos examinarán en el amor, convertidos en muñones existenciales. Es una extraña experiencia de fracaso, de frustración, de utopías deshechas cuando ya todo parece irreversible. Vienen entonces la decepción, la rebeldía, la autocompasión. O una enfermiza resignación. Para muchos, la agonía no es el fin material de los días, sino el ahogarse en la sensación dolorosa de llegar al final "con las manos vacías".
Pongo entre comillas la expresión "con las manos vacías", porque la tomo prestada de Teresa de Lisieux, conocida entre nosotros como Santa Teresita, la carmelita francesa, doctora de la Iglesia, muerta a los 24 años y quien propuso una verdadera revolución espiritual con su doctrina del "camino de infancia", que no es otra cosa que una espiritualidad de la esperanza vivida en el gozoso martirio del abandono y la confianza en Dios, una santidad sin tramoyas místicas y una ascética de las manos vacías. Eso sentía ella, que iba a llegar a Dios con las manos vacías: "Au soir de cette vie, je paraitrai devant vous les mains vides".
Lo pienso aquí, a la luz del ocaso. En el fondo, a la vuelta de los días, la vocación es la fidelidad a un sueño roto. Y llegar a este convencimiento no es, como pudiera parecerlo, una concesión que se hace al pesimismo sino un humilde paso hacia la serenidad, hacia el heroísmo silencioso de la cotidianidad.
No hablo de resignación, ni siquiera de la que llaman resignación cristiana, que mal entendida puede convertirse en una virtud malsana o por lo menos contraproducente. Se trata del sentimiento hondo de las limitaciones, de las fragilidades y la fugacidad de la vida, que nos lleva a aceptar la condición humana sin seguir pidiéndole peras al olmo.
Seguir siendo fieles a un destino, a una vocación, a un puesto en la vida, aun con el sabor en el alma de que no era eso lo que soñábamos (o que sí era eso, pero al final terminó siendo un logro imperfecto, lleno de vacíos) es una forma de valentía. Tal vez la única valentía que se nos pide. Siempre y cuando esa fidelidad a los sueños rotos sea una fidelidad sin amarguras, llena de humilde alegría.
Los artistas, los pensadores, los científicos, los profesionales, los santos, los amantes, los aventureros, en fin, todo los soñadores conocen muy bien esta fidelidad a los sueños inconclusos. Un convencimiento que nos debe servir no simplemente para aceptar el apaciguamiento de los fervores y de las sangres enardecidas, sino, paradójicamente, para seguir luchando, para seguir soñando, para seguir caminando sobre cristales hechos trizas.
Entreabro los ojos. Se diluye en el horizonte, tras el perfil de los montes, la luz del ocaso, que es la luz de la fugacidad. Lo que sigue es la noche. Embriagado por este aroma de nocturnidad, tan presente siempre en toda propuesta mística, acepto y me repito que vivir y morir, este llegar al final con las manos vacías, puede ser también, para muchos, depositar en las manos de Dios el ripio de los sueños rotos en que a la postre se convirtió la existencia.
P.D. "En la tarde de esta vida, compareceré delante de ti con las manos vacías?"
"A tus ojos, el tiempo es nada, y un solo día es como mil años. Tú, puedes, pues, prepararme en un instante para comparecer delante de ti?". (S. Teresa de Lisieux, Ofrenda al amor misericordioso. Oraciones, 6).
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