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Moda que no incomoda

  • Óscar Henao Mejía | Óscar Henao Mejía
    Óscar Henao Mejía | Óscar Henao Mejía
29 de diciembre de 2011
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Como en mis años de infancia, fui a comprar mi bluyín para estrenar el primero de enero.

Difícil encontrar, en almacenes de distintas marcas, el modelo clásico que siempre llevo.

Para mi sorpresa, recorriendo muchos puntos de venta, todos eran desteñidos, prearrugados o vueltos harapos, con rotos por todas partes, algunos, incluso, con apariencia de estar sucios.

Lo curioso es que, cuanto más sanos y, por supuesto, más garantía de duración, eran menos costosos. Mi bluyín clásico, tan buscado, valió 62.900 pesos.

Los había de la misma marca y la misma tela, ya ultrajada por las máquinas, pero con un costo de 220.800 pesos.

Y me pregunto con curiosidad dónde empieza aquella insinuación, a quién se le ocurrió eso de imponer la moda de la ropa ultrajada.

¿Se le ocurriría a Michael Jackson en su famoso Thriller, o tal vez a Lady Gaga en uno de sus conciertos; o fue Shakira una de las primeras en ponderar la fantasía de sus caderas con el recurso del bluyín roto?

Los expertos sabrán dónde está el indicio de esta propuesta de avanzada.

Tengo enorme curiosidad también por saber y entender cuál es el criterio estético y de comodidad que hay detrás de esa moda que lleva largo rato de vigencia.

Recuerdo, hace ya muchos años, que en algunos puntos de venta de una marca reconocida recibían los bluyines viejos como parte de pago de los que queríamos adquirir.

¿Cuál era el destino de la ropa ultrajada que entregábamos? ¿Evitábamos, de pronto, un tramo de las máquinas, y hacíamos menos costoso el proceso de envejecimiento?

Pienso, veinte años hacia el futuro, si ocurrirá un fenómeno de percepción similar al que ahora tenemos con sorpresa, de cómo en algún tiempo eran el último grito las desproporcionadas botacampana en terlete que nos alteraban el paso regular, una propuesta que ahora es motivo de risa y disfraz.

¿Qué pasará en veinte años cuando recordemos los pantalones rotos que utilizábamos en los inicios del año 2000 como la moda más chic?

Definitivamente, es el poder irracional de la moda y la marca.

Parece que nos vestimos, más con el prestigio y la satisfacción de estar a tono de la usanza, que con la calidad y la comodidad.

Y con esta curiosidad me llega una preocupación de nivel superior: ¿será que esta percepción de la moda y los bluyines rotos no se da sólo en el vestir, sino también en los esquemas de arte que se estilan, en los modelos de pensamiento que se vuelven vanguardia, en los esquemas económicos que se imponen?

Como buen propósito para el 2012 valdría la pena revisar esos paradigmas que nos ha incrustado la cultura y que no hemos puesto en cuestión.

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