Vivir en una casa de primer piso y acudir al llamado del timbre a cualquier hora es como tener un postigo abierto por el que vemos pasar a diario la realidad de la vida.
Tiene el mismo efecto que una caja de sorpresas de la que pueden salir diversos personajes, unos más gratos que otros, que acuden con un propósito: los que profesan una religión diferente para tratar de convencerme de que haga el cambio, -invitación que a estas alturas de la vida no me seduce ni un poquito-.
Los carteros, que bien podrían llamarse factureros, porque ya no traen cartas.
El señor de los limones que cobra apenas mil por la docena.
El que vende matas que dizque florecen pero jamás lo hacen.
La señora de la parva fresca y exquisita de los jueves.
El que pide ropa usada para un centro de rehabilitación o para una concentración de desplazados, al que siempre le digo que no tengo, porque prefiero no ver mis chiros viejos colgados para la venta debajo de los puentes de la Oriental.
Viene el jardinero, la vecina que busca algo que se agotó de pronto en su nevera, el que vende varitas de olor, el señor de la carreta con legumbres en bolsitas de "todo a mil".
El amigo que estaba cerca y se antojó de un tinto conversado. Y muchos otros, incluidos los que comprueban por sí mismos lo que les pasa a tantos limosneros juntos…
Por principio no fomento la mendicidad, pero tengo dos a quienes incorporé en mi presupuesto, no tanto económico como sentimental.
Me gusta verlos, saludarlos, oírlos y, ante la incapacidad de adoptarlos, por lo menos ayudarles a mitigar sus carencias aunque sea por un rato, un día, de repente una semana…
Rosita es más chiquita que una encima de sal, sin exagerar. Y tiene muchos años, muchos. Se la pelean la asfixia y "el reumatís".
En ese tira y afloje van acabando con ella entre los dos, y a pesar de todo, sonríe. Y reluce, gracias a los brillos de un "puente" dental, que parece que hubiera nacido con ella.
Su optimismo es un verdadero homenaje a la esperanza. Cada vez se ve peor, pero ella habla de "cuando yo me alivie...". A veces pide para los pasajes, porque debe ir a la "Alpungarra" y se me encoge el alma de saberla tan ahogada, tan indefensa y tan sola en esa selva de cemento.
Don José es el otro. Él no tiene muchos años, ¡los tiene todos… Es huraño, algo sordo y lleva unos lentes gruesos y opacos que no deben servirle para nada. Apoya sus pasos en dos palos de escoba, a manera de cayados, y no toca el timbre sino que a punta de palazos anuncia su presencia.
Pide "una ayudita por el amor de Dios", y se la doy sin esperar nada a vuelta de correo. Muchas veces me siento naufragar en sus ojos anegados, que reflejan una tristeza infinita. Es infeliz, pero a nadie le importa.
Desde mi puerta sigo su recorrido hasta que pierdo de vista ese pequeño cuerpo forrado en harapos. Muchos pasan junto a él, pero lo evaden, como si fuera un estorbo en el camino. ¿Indiferencia? ¿Desconfianza? ¿Ignorancia? No sé, pero debería ser ganancia, privilegio o enseñanza esta mezcla de situaciones que nos ofrece la vida paso a paso.
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