Colombia no está viviendo una polarización política. Ni el enfrentamiento entre “uribismo” y Unidad Nacional; ni el debate de Cepeda contra Uribe en el Senado; ni siquiera la división entre los colombianos que apoyan la negociación entre Gobierno Nacional y Farc en La Habana y los que no, supone una real polarización política del país.
Pelear no es polarización, es más, ni siquiera la mayor de las enemistades tiene que explicarse por polarización política, simplemente debe contar con la contraposición de intereses. Así, algunos incluso han sostenido que la supuesta polarización que vivimos actualmente no es una sorpresa, que porque –dicen- solo es una de las expresiones del conflicto armado.
Mentiras, o al menos, exageraciones.
La discusión política –esto es, el enfrentamiento entre dos estructuras de ideas- no tiene por qué ser necesariamente mala para el país. Si se discute políticamente, con respeto y dentro de las instituciones diseñadas para eso, la competencia de ideas debería llevar a una democracia más saludable.
El problema es que no estamos viendo una discusión política profunda sobre temas relevantes de la sociedad y política colombiana, sino, más bien, la pelea mezquina entre poderes políticos de una élite que se ha desmoronado y se encuentra inmersa en una profunda crisis; una lucha caníbal por la supervivencia y la relevancia en el futuro político de un país en transformación.
Y así, los problemas públicos de los colombianos, que deberían ser quienes determinan la agenda mediática y gubernamental, se convierten en apenas excusas para el enfrentamiento, banderas con las cuales golpear a los contendores en su lucha fratricida.
Una lástima. Otra expresión de esta “democracia” que se engaña a ella misma, que incluso en una de sus mejores expresiones –la discusión- y sus recintos más sagrados –el Congreso- hace una pantomima de polarización, un simulacro de disenso.
Porque lo triste de este asunto es que la democracia es esencialmente una competencia libre de ideas sobre un modelo social, político y económico, y no puede temerle al disenso, a la discusión. Su fortaleza reside ahí precisamente, en su capacidad de generar espacios de competencia ideológica y aguantar la inestabilidad controlada que los cambios que salgan de esas discusiones genere.
Así, quizás un poco más de debate político, del de verdad, sobre los problemas públicos de los colombianos, no las diferencias personales de nuestros políticos –bajo el respeto de las reglas democráticas, por supuesto- sea justo lo que necesita nuestra democracia.
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