—¿Mi postura favorita? Me encantaría que me agarraran en brazos y me lo hicieran contra la pared un buen rato —suelta desenfadada una joven como si tal malabarismo a medio camino entre la halterofilia y la mitología fuera la piedra angular para alcanzar el orgasmo de su vida.
La conversación se dio hace apenas una semana en uno de esos descansos de media tarde que los periodistas aprovechamos para tomar café, fumar más de la cuenta y despellejar a medio mundo. De vez en cuando, también, hablamos de sexo, un tema recurrente en las redacciones y, por lo que me han contado, en el mundo exterior.
—Tú has visto mucho porno, porque por mucho gimnasio que te metas hay que ser un transformer para aguantar eso y no venirse abajo —le espetó cordialmente un compañero. La charla da para el análisis más sesudo por mucho que parezca intrascendente tiene que ver con la influencia de la pornografía en nuestros comportamientos y nuestras expectativas sexuales.
La estadística dice que aproximadamente un 84 % de la población masculina occidental ha consumido porno en algún momento de su vida. Sin embargo, cualquier analítica de tráfico en Internet demuestra que esa cifra se queda muy corta. El más reciente estudio, realizado entre 4.000 hombres y 4.000 mujeres y publicado por la edición estadounidense de la revista "Cosmopolitan", revela que uno de cada tres hombres consume pornografía a diario y que una de cada cuatro mujeres lo hace una vez a la semana. Demostrado su consumo masivo, ¿llevamos el porno a la práctica? Pues parece que sí, porque el 85 % de los hombres han pedido a sus parejas o ligues hacer algo que vieron en una de estas películas, por un 40 % de mujeres que hicieron lo propio. Y es que solo el 38,1 % de las mujeres entrevistadas aseguró que nunca se dejarían grabar en pleno coito: el 23,1 % protagonizaría un video porno casero con su pareja siempre que se eliminara después de verlo y el 27,9 % si tiene la certeza de que quedará en privado.
Sin embargo, el acceso compulsivo al porno tiene ciertos riesgos que ya se están dejando notar en las generaciones más jóvenes, cuya educación sexual está fuertemente condicionada por la pornografía, y que no conviene desdeñar. El primero, es el papel sumiso de la mujer. En la mayoría de las películas porno, las mujeres quedan relegadas a meros objetos sexuales con los que el o los hombres hacen lo que les viene en gana. Y es que las actrices porno no rechistan ni ponen pegas, que para eso les pagan. Siempre están dispuestas y en estado de celo permanente. Si el macho de turno les sugiere que hay que desatascar la cañería ellas se despatarran como locas.
Ellos, obviamente están de nota. Vamos que las llevan al delirio con un 100 % de efectividad. Allí no hay gatillazos que valgan y cada polvo termina en un griterío desaforado.
Todo esto puede derivar en comportamientos posesivos, sexistas y hasta violentos, por un lado, y en expectativas desmedidas y frustración, por el otro.
Porque en la vida real las cosas son distintas. Ahí no hay varias tomas y las imperfecciones son el pan nuestro de cada día. En la vida real hay niños alrededor a los que bañar, dar de cenar y contar un cuento. En la vida real la gente llega a casa molida después de trabajar, con la cabeza llena de preocupaciones.
Así que cuidado con el porno y eso va por todos. No vaya a ser que engrosemos las filas de ese 8 % de bobos que prefiere una película en solitario a hacer el amor de verdad. Hay que ser necio.
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