La existencia de los estados se justifica por la necesidad que tienen los individuos que viven en sociedad de tener un ente que asegure el respeto de los derechos de cada uno y de todos, que tenga la fuerza para hacer cumplir las normas de convivencia que les son comunes, y que dirima las controversias entre sus miembros. Seguridad y justicia son, pues, las razones primarias y finales de los estados.
Cuando no hay seguridad ni justicia, los estados son "fallidos". Primero el estado debe asegurar la vida, integridad física, libertad y bienes de todos sus habitantes. Después, garantizar que quienes vulneran esos derechos fundamentales sean capturados, procesados y condenados. Lo demás, todo lo demás, viene detrás.
En esas andábamos hace no muchos años, en el estado cuasi fallido, cuando el país iba a pasos agigantados hacia el colapso. Aunque aún falta largo trecho para llegar a las condiciones ideales de seguridad, mucho se ha avanzado en estos siete años. Por corregir el rumbo y proporcionar la seguridad anhelada, la amplia mayoría de los ciudadanos está enamorada del presidente Uribe.
Pero en justicia, en cambio, el panorama es desolador. Un país sin justicia es un país destinado al caos y, de nuevo, a la violencia. Si el sistema de administración de justicia no funciona de manera pronta y cumplida, se invita a los ciudadanos a tomar justicia por la propia mano. Si la justicia no retira a los delincuentes de las calles y los campos, el ciudadano buscará los mecanismos individuales y colectivos que le permitan defenderse. Y tomará venganza contra quienes cree responsables de agredirlo.
Alguien dirá, con razón, que algo funciona cuando la Suprema puede poner en prisión a aquellos congresistas que terminaron encamados con paramilitares. Al fin de cuentas, son muy pocos los estados en los cuales el aparato judicial se atreve a juzgar a los parlamentarios. Olvidan que, sin embargo, ya antes se había condenado a los congresistas que no habían tenido empacho para recibir plata de los narcos. Que al 8.000, a sus espaldas, le haya faltado la joya de la corona, no desdice del esfuerzo.
De manera que no hay que hacer de los procesos de la parapolítica una excusa que justifica todas las falencias del sistema judicial. Que son muchas, como lo prueban los casos aberrantes de estos días, desde la libertad inverosímil de un asesino confeso hasta la de los siete guerrilleros atrapados en flagrancia en una operación en el Sumapaz.
Admito que el tema está politizado. La eventual rerreelección, además, no ayuda al análisis objetivo. Como tampoco aportan la actitud defensiva del Fiscal y de la Suprema, que cuando se habla de reforma a la justicia se erizan.
Pues bien, la verdad es que más allá de sensibilidades, y tomando las precauciones para preservar la competencia de la Corte en el juzgamiento de congresistas, la reforma a la justicia es inaplazable. Descongestión, celeridad, eficacia, son urgentes. Y no sólo en materia penal, aunque habría que empezar ahí.
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