"Mi música se la dejo a Gabriela, la mamá de mi hijo; mis tres libros, uno de Shakespeare, uno de Porfirio Barba Jacob y otro de León de Greiff, a Gregorio, mi hijo, y un cuadro de Luciano Jaramillo, al Pequeño Teatro".
Es el recuento del breve testamento de Rodrigo Saldarriaga, el teatrero de barbas blancas ahumadas y cabello largo. El testamento, cómo no, de un hombre austero, que al decir de Jorge Gómez, el diputado por el Polo Democrático, seguía las palabras del dirigente del Moir, Francisco Mosquera, que indicaban a los militantes del movimiento político, que una auténtica persona de izquierda debe llevar una vida sencilla y de trabajo duro.
"Pero vida sencilla no tiene porqué ser aburrida", recuerda Gómez que solía decir fumando el dramaturgo, quien se tomaba la existencia con gozo. Dueño de un humor negro, cáustico, fino, también era un sibarita, un bohemio.
"Le gustaba el chicharrón, la comida paisa y, en general, todo lo que hiciera daño".
Este hombre nació en Envigado, en 1950, en una familia tradicional y católica. Pero renunció a eso. Contó en reportaje publicado en Centrópolis hace cuatro años, que cuando se graduó de bachiller en la Bolivariana, en 1969, tenía beca asegurada para estudiar una carrera, por ser integrante de una de las familias fundadoras de la Universidad, pero que él dijo: "no más, estoy hasta aquí de monjas, de curas, de misa todos los días por la mañana, de rezar el rosario. No quiero universidad católica. Y me fui".
Rodrigo buscaba la tertulia, alrededor de unos tragos y muchos cigarrillos que atiborraban los ceniceros. Muchas veces, en una mesa del Pequeño Teatro, junto a ese patio central de piso de piedras y presidido por una palmera, patio que él mismo diseñó cuando, sin plata, consiguió la casa de Córdoba con Colombia, que es Patrimonio Arquitectónico y Cultural de Medellín, rodeado de los integrantes del grupo de teatro que fundó fumando y lideró por 39 años. Andrés Moure, Eduardo Cárdenas, el negro Rojo, Omaira Rodríguez... O con Gilberto Martínez, el de la Casa del Teatro, o con los amigos políticos. Y no solo hablaba de cosas trascendentales, como cualquiera pensaría. No. También sacaba tiempo para "hablar mierda", como decía. Y claro que se permitía frivolidades: era hincha del Medellín, el Barcelona y el Galatasaray. Y si bien no cambiaba el cine por un partido corriente, no se perdía los juegos internacionales.
"Con él vi el segundo partido de Colombia en el Mundial, contra Costa de Marfil —cuenta Jorge Gómez—. Al principio, le dije que tenía el pálpito de que no ganaríamos. Al final, me molestó, diciéndome: no te vas a meter jamás de comentarista de fútbol". Ese día, Rodrigo Saldarriaga ya sabía que moriría pronto. Un cáncer linfático que, por fortuna no lo hizo padecer mucho tiempo, ya había sido diagnosticado. Pero estaba sereno y se tomó tres whiskys.
"Llegué al final de mi vida. Ya acabé el ciclo —le dijo a Gómez—. Pero sabés qué, me voy tranquilo". Después de eso, se encerró a estar solo una semana. Apenas recibía a los más cercanos, sus hermanos —Fabio Andrés, el de la Andi; Juan Guillermo; Gerardo, y María Elena —; a su exesposa Gabriela; a su hijo, Gregorio, el historiador, "su viva estampa, barbado y de pelo largo"; a su nieto, Pedro, de unos cinco años; a los del Pequeño Teatro, que también eran su familia. Se encerró a fumar y a reflexionar. Respirar era difícil.
Fumaba y tomaba cerveza al clima. Y si no lo estaba, la hacía calentar en el horno microondas. Catador de licores y café, Rodrigo era también excelente cocinero, según quienes comieron sus preparaciones. Magnífico anfitrión, sudaba fumando junto al fogón.
"Para los asados, él mismo escogía la carne en la carnicería. Y preparaba una paella deliciosa", revela Jorge Gómez, el batiscafo. Sabía distinguir un salmón de un pescado ordinario, recomendar una pasta fina y prepara un carpaccio...
La política
Rodrigo se definía "un militante especial" del Moir. La política le importaba, pero no aspiraba a ocupar cargos públicos por nombramiento ni por elección popular. No, hasta mediados de la anterior década, cuando sufrió un accidente cerebro vascular leve. Durante la recuperación, llamó a Gómez y le dijo algo así como que ya que había estado en riesgo de morirse, quería realizar una asignatura pendiente. "Usa mi nombre para lo que quieras, en el partido". "Muy bien —le respondió Jorge—. Ese ofrecimiento es oportuno, porque estamos buscando candidato a la Gobernación". Y después bromear con la magnitud del encargo, tan grande para comenzar, el convaleciente terminó por decir: "está bien, acepto". Y fumando gozó esa campaña. Disfrutaba "eso de ir en un carro, sin plata", por municipios de Antioquia. "En esos días recibió su parte de una herencia familiar. Y se la fue gastando en la campaña. Y nunca hizo un reclamo. No supimos ni siquiera cuánto se gastó. Creíamos que, al final, podríamos obtener reposición, pero no la hubo".
El exmagistrado de la Corte Constitucional, Carlos Gaviria Díaz, dijo durante el homenaje que le rindieron los polistas el jueves pasado, que cuando Saldarriaga incursionó en el terreno electoral, él le dijo: "llevas muchos años haciendo política: ahora ya te llegó la hora de hacer teatro". O palabras parecidas.
Su incursión en ese terreno, el de las aspiraciones dirigenciales, dos veces a la Gobernación de Antioquia y una a la Cámara de Representantes, según palabras de Andrés Moure, actor de teatro, en la nota de obituario firmada por la periodista Mónica Quintero el lunes 23 de junio en estas páginas, se debe a que él "era un hombre que soñó una sociedad distinta, grande, desde la cultura (...). Nos dijo varias veces: una sociedad se mide por sus hechos culturales".
Escuela de mujeres
"¿Para dónde vas?", solía preguntarle Gloria Tobón a Gilberto Martínez, cuando salía de la sede de la Casa del Teatro, en las tardes. "Pues adonde Rodrigo. Es con el único que puedo hablar de teatro".
Martínez y Saldarriaga llevaron una amistad profunda y de contradicciones. Sin embargo, esas discusiones y esos desencuentros no lograban alejarlos. Podían enojarse, pero no se distanciaban.
"Un día, lo encontré trabajando en Tartufo, de Moliere, con Rosa Molina y otras personas. Tenían nueve o diez versiones de la obra y ellos hacían la traducción para su montaje. Vi que trabajaron tres o cuatro meses en preparar la versión que usarían y pensé: "ante esta labor, me inclino". Lo mismo le vi hacer para Escuela de mujeres".
Entre las contradicciones, una era que él, Rodrigo Saldarriaga, había abominado las escuelas y seguido la práctica. Sin embargo, andando los tiempos, fumando, fundó una escuela actoral en el Pequeño Teatro.
Gilberto no compartía la dualidad teatro y política. Está bien hacer teatro político, pero no partidista, piensa Gilberto. "O hacés teatro o hacés política", solía decirle.
Los teatreros, cuenta Gilberto, se dejan de ver por tiempos, sobre todo cuando están en montaje. Después de una ausencia larga, Rodrigo fue a la Casa del Teatro, cuando esta quedaba en Girardot, entre La Playa y Maracaibo, a ver un estreno. La muerte de la madre de Búster Keaton. Era una de esas piezas experimentales de Gilberto, en que mezcla cine y otros asuntos. Rodrigo salió diciendo: "No entendí nada". "Lo que pasa —le interpeló Gilberto— es que esta obra es para los limpios de corazón". Poco tiempo después, volvió para el estreno de otra obra, La controversia de Valladolid, alusiva a esa discusión entre Fray Bartolomé de las Casas y Ginés de Sepúlveda sobre si los negros tenían alma o no. En el montaje se presenta el video de un barco negrero del que arrojan al mar a africanos encadenados. "Vi a Rodrigo llorando en el patio y diciendo: "¡Eso es teatro…""
Gloria, por su parte, que ahondó con él en facetas más humanas, considera que era un patriarca. Y así lo llamaba.
"Cincuenta mujeres lo veneraron", dice ella, que era su confidente y la única que lloraba cada que él se despedía de alguna de esas mujeres. Un día, en el Pequeño Teatro, en el patio de piedra que ella no se atreve a pisar por lo bello que le parece, sentado en una roca grande, le dijo:
"En esta piedra me aburro de todo. De la vida, del Pequeño Teatro; de todo. Salí de la casa de Cristina con abrigo negro y me fui directo al hotel Nutibara a estar solo". Recién había terminado su relación con Cristina Toro, la actriz del Águila Descalza. Y Gloria Tobón lloró. Lloró, lo mismo que cuatro años antes, cuando la llamó para contarle que dejaba a Gabriela y se iría a vivir con Cristina.
De odios y amores. Así era Rodrigo Saldarriaga. No era un ser de medias tintas. Y también era odiado por unos y amado por otros en la escena teatral. Así como había a quienes no les gustaba su propuesta creativa, había quienes criticaban esa estrategia de subsistencia que adoptó: entrada gratuita con aporte voluntario. Los actores, aun vestidos y maquillados como los personajes que acababan de representar, salían al paso de los espectadores con sombrero en mano para pedir una contribución. Le decían que eso le restaba dignidad a los artistas; al teatro mismo.
"En eso, él seguía la idea política de que el teatro es para el pueblo", lo defiende Martínez. Añade que el fumador conocía el concepto de Teatro del Oprimido, del brasileño Augusto Boal, un teatro para las clases subyugadas.
El patriarca del Pequeño Teatro, ese espacio no tan pequeño —4.000 metros cuadrados, dos salas, escuela y cafetín— que fundó en 1975, lo tuvo todo: teatro, lecturas, política, amigos, bohemia, más teatro... Allí ejerció de patriarca de la austeridad
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