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SABOREAR LO INSÍPIDO

  • SABOREAR LO INSÍPIDO
17 de enero de 2014
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Para usted y para mí, amable lector, tal vez la vida se reduzca a una insípida monotonía. Casi siempre lo mismo, todos los días. De pronto le hacemos cosquillas a esa inercia vital buscando emociones nuevas y sorpresas, que no pasan de ser viejos sueños tan largamente paladeados que ya han perdido su sabor. Jugamos, entonces, a la resignación, a la desesperación, a la tristeza de seres incomprendidos y, a la vuelta del día, solo el dormir logra el milagro de liberarnos del desasosiego, si no es que el insomnio propicia que sigan ladrando los lebreles del desconsuelo.

Pero resulta que la felicidad (si existe), o la serenidad (que suele confundirse con esa felicidad inconquistable) consisten precisamente en descubrir el sabor de lo insípido que las más de la veces tiene la vida. Y, entonces, todo se ilumina. Porque la monotonía, la fidelidad a nuestra condición de seres humanos dando vueltas sin parar alrededor de la noria, es exactamente lo que nos enriquece. No es que la vida esté vacía, que nada tenga sentido, sino que los hombres nos hemos convertido en desertores de la realidad inmediata que tenemos entre manos, fugitivos de nosotros mismos.

No entienda el lector apesadumbrado que estoy proponiendo un camino de resignación. Todo lo contrario. La resignación suele ser dañina. A no ser que se entienda la palabra en su prístino sentido latino, que es muy distinto de lo que ha venido a significar en español. “Resignare”, en latín, no es otra cosa que romper el sello de un escrito para abrirlo. Como quien rasga el sobre de una carta para leerla y abrirse a una sorpresa, a una esperanza. Y ahí sí, resignar es romper el sello de la monotonía de la vida para leerla con ojos nuevos. En el fondo, el secreto de la felicidad (si es que existe, repito) es cuestión de relectura. Advirtiendo, para que quede claro, que releer la vida no es un regreso nostálgico al pasado, sino la mirada a ese pasado desde un aquí y un ahora que nos tensa hacia el futuro.

Para no naufragar en la resignación, en el sentido de entregarse sin luchar a la fatalidad, lo que hay que buscar es “resignificar” la vida. Resaborearla, encontrarle nuevos gustos, olores y sabores. Volver a condimentarla. Hacer de cada día, de cada cosa, un menú nuevo, distinto. Inesperado. Y eso se llama, en buen romance, esperanza.

Y la esperanza es virtud de futuro, que tiene como misión, según san Juan de la Cruz, purificar la memoria. Sin meternos en honduras místicas, contrarrestar los asaltos de la memoria con una actitud de esperanza ayuda, vistas las cosas desde el simple plano humano y sicológico, a subsanar el lastre de la nostalgia.

En fin, que la esperanza, esa esperanza honda y no la que se disfraza con mentiras y otros antifaces, da sabor a lo insípido y mantiene vivas las ganas de vivir.

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