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José Ricardo espera que su alivio llegue sobre rieles...

27 de septiembre de 2008
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José Ricardo Cristancho Higuera es un chico de pocas palabras. Sin embargo, las dos o tres que pronunció a las cinco y media de la tarde del pasado viernes, en los talleres del metro, le alcanzaron para decidir que lo que más había disfrutado en el día era el paseo en Unimog.

Él es un bumangués de 11 años, quien, allá en su tierra, hace unos días abrió la boca para decir que su sueño era visitar Medellín y montar en metro. Y la directora de la Fundación Esperanza Viva, la que se ocupa de ayudarle a luchar contra la enfermedad de Hodking que padece, una inflamación del tejido linfático, le escuchó y no descansó hasta lograrlo.

Y el Unimog, dicho sea de paso, es un camión que se desplaza por rieles o por tierra, sirve para levantar la carrilera y, mediante un sistema de vibración, reacomodar el balasto debajo de las vías.

El santandereano había montado también en la dresina de personal, una especie de bus que va sobre los hilos de hierro y había podido hacer sonar la bocina. Y también en un vagón de simulación, el cual tuvo oportunidad de conducir.

Su madre, María Cristina, quien vino con él, es apenas menos parca. Hablaba más con la sonrisa que nunca llegaba a ser carcajada.

Ambos sonrieron cuando un funcionario le entregó un pedazo de riel, el regalo más preciado de la empresa de transporte, pues simboliza que quien lo recibe aportó de alguna manera al crecimiento del sistema de trenes. Y en su caso, como le hicieron entender, lo hizo despertando la sensibilidad de los empleados, muchos de ellos enterados de su estadía.

Volviendo a un asunto importante, el de los vehículos en que montó, contemos la verdad: José Ricardo respondió que había disfrutado más el paseo en Unimog porque en ese momento no había montado en metrocable. Éste, que pende del cielo, es insuperable. Con razón sus guías se lo dejaron para el final.

Hernán Osorno, un empleado del metrocable, había terminado turno desde las dos de la tarde. No obstante esperó al paisano de las hormigas culonas hasta las seis en la estación Acevedo, enterado de que el chico se divertía en los talleres. Y desde que lo saludó sacó la cámara para hacerle fotos como ilustre visitante.

Le contó que había revisado la velocidad de la cabina 15 para que él la abordara sin acoso, a pesar de ser hora pico y de haber tanta gente lista para viajar. Que las sillas de esta cápsula blanca, hechas de fibra de vidrio, habían sido lavadas especialmente para este recorrido. Después, Hernán abordó también.

Sin haber volado más de diez metros y, tras la renovada pregunta de su madre por el artefacto que más lo había impresionado, no dudó en decir que éste en el que se encontraba entonces, que ascendía sin alas por los aires, del que veía el río y los tejados y las terrazas de las casas y los autos pequeñitos allá abajo, era mejor aun que el pesado camión de tierra que tanto le había gustado.

Y no disimuló exclamaciones de susto cada vez que la cabina ingresaba torpemente a una estación. Ni los ojos de asombro de ver una ciudad que lentamente se convertía en un ancho y largo tendido de luces.

Fue hasta Santo Domingo y, sin bajar a tierra, fue regresando a la estación junto al río donde aprovechó a conocer el taller de las cabinas.

Con un monosílabo prometió a Hernán que en menos de un año volvería para probar el recorrido del metrocable hasta Piedras Blancas.

Era el final de un día intenso de aventuras en el metro.

Después, tras una noche en el hotel Intercontinental, lo esperaba un sábado de recorridos turísticos por Medellín y Rionegro. Y una tarde de compras con su madre para conseguir regalos para los otros de la casa: el papá, José Ricardo, un conductor de camión maderero; y sus dos hermanos mayores, Yeison y Meliza.

Y tras otra noche burguesa en ese hotel de la montaña, un domingo en que visitarían el zoológico, antes de regresar a Bucaramanga y prepararse para el transplante de médula, cirugía que le promete una mejoría sobre rieles que él anhela.

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