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Un secreto guardan mangles y humedades

22 de junio de 2008
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Un águila caracolera está parada en alguna raíz a nivel del agua. A su alrededor están la penumbra protectora del bosque de manglares, la cual refuerza el negro profundo de su plumaje, y la ciénaga verde oscura por tanta vegetación y tantos residuos vitales.

El ave tiene que estar enferma. Tal vez resultó lastimada por otro animal porque parece no asustarse cuando pasan canoas de pescadores a escasa distancia suya; ni con el humo emergente de calderos en que hierven la comida, en el fondo de sus naos de madera; ni con los movimientos rítmicos y repetidos de esos hombres parados en sus embarcaciones para impulsarse con la palanca de palo que entra hasta el lecho lacustre.

En una rama alta, a poca distancia de allí, una termitera -el nido del comején- es asaltada por otra águila, llamada cazadora, pues su interior suele ser usado por cotorras para poner sus huevos. Puede haber pichones allí.

A ras de agua, por ciénagas y caños que las unen, vuelan garzas, patos salvajes que los lugareños llaman malibú, gallitos de ciénaga que en invierno llegan a anidar y bobinches. Seis pichones de patos caminan sobre hojas de lotos, sin su madre. Y al paso de nuestra pequeña nave de motor, peces lisas van saltando fuera del agua, como si se tratara de delfines de diez centímetros, pues se sienten amenazados por una fiera de extraño rugir...

Es la intimidad cotidiana de Vía Parque Isla Salamanca, lugar que en la primera palabra de su nombre lleva su destino maldito y en las demás, un paraíso situado en un humedal.

Lo primero, porque esta vía es la misma Troncal del Caribe. Cincuenta kilómetros entre Barranquilla y Tasajera, corregimiento de Pueblo Viejo, a medio camino de Ciénaga, Magdalena. El parque está a cada lado. Y como para los animales es vital estar en un lado y otro, cruzan la troncal, acto que a muchos les cuesta la vida. No es raro ver tirado en la carretera un oso hormiguero, un perezoso, una boa o algún pájaro muerto por el impacto de los automotores que pasan raudos. Sin contar algunos animales más pequeños, como libélulas, que caen al suelo aturdidas por el impacto con la parte alta de algún vehículo, para después morir.

Luis Obeso Ayala es operario del Parque y del Santuario de Flora y Fauna. Cuando da sus rondas por caños y ciénagas de Salamanca, hasta salir al mar y llegar a Bocas de Ceniza, debe estar atento a que los cazadores no ataquen a los animales, pues a veces quieren venderlos como domésticos. Y de que los pescadores no saquen peces pequeños.

Al pasar por el caño Clarín Viejo, cuenta que hasta hace 50 años, cuando no existía la troncal del Caribe, el viaje a Ciénaga y Santa Marta se hacía por éste. Las pequeñas embarcaciones atracaban en la margen derecha del río Magdalena, en Barranquilla. Allí se abordaban e ingresaban al caño de dos metros de profundidad, que los conducía, rumbo al Este, al mundo bananero.

La Atascosa es una ciénaga bordeada de manglares y eneas. Estas son plantas de hojas como largas hierbas altas, que algunos campesinos cortan, dejan secar y usan para techar. Como el suelo en que crecen es lacustre, de estuario, algunos animales acuáticos van a desovar allí. Pescadores inescrupulosos suelen quemar eneas para sacar los huevos, lo cual está prohibido, de modo que Obeso Ayala y otros operarios deben estar atentos a evitarlo. La Atascosa está separada del mar por una barra de arena de 50 metros, que cuando menos se piensa puede romperse por cualquier lado, al capricho de las olas, para unir aguas saladas y dulces.

Como es invierno, hay improvisados campamentos de pescadores en esa barra. Puto, uno de ellos, vive bajo un sombrero de caña y entre una camisa mal cerrada que deja ver un abdomen prominente. Su apodo, explica, obedece a que en su barrio de Curramba tuvo amores furtivos con casi todas las chicas. Llegó con su cuadrilla hace una semana. Se lamenta de que deba quedarse una semana más de lo previsto -gastando arroz y víveres- a la espera de mojarras de medio metro.

Varias redes se secan al Sol. Cerca de allí, una bandada de garzas blancas se mantiene apacible en la ciénaga. De pronto parece despertar. Las aves alzan vuelo desordenadas.

"La de subsistencia -explica Obeso, mientras ata la nave al lado de la del pescador- es la única pesca permitida en el Parque".

II. Santuario de Flora y Fauna
Manuel Domingo Mejía Moreno nació hace sesenta años en Buena Vista, caserío palafito perteneciente a Pueblo Viejo, donde ha permanecido toda su vida. Su casa está situada en uno de los extremos del poblado, en la Ciénaga Grande de la Magdalena, muy cerca al Santuario de Flora y Fauna.

Le basta salir de ella, embarcarse en su canoa y alejarse unos metros del poblado para extender su trasmallo y sacar del estuario mojarras y tilapias. Nunca deja de estar en el agua. Como es invierno y hay creciente, duerme con ella golpeando las tablas del suelo y hasta metiéndose por entre éstas, pero ni él ni su mujer, María Eugenia, ni sus hijos ni sus nietos se inmutan: es la vida cotidiana.

El caserío, al igual que el de Nueva Venecia, corregimiento de Sitio Nuevo, al que los lugareños llaman familiarmente El Morro, apelativo absurdo tratándose de un lugar acuático, está conformado por más de un centenar de casas de pescadores, iglesia, escuela primaria, tiendas de abarrotes, cantinas y todo cuanto existe en los pueblos de tierra firme. A todas partes deben transportarse en canoa.

Agradecen a Ernesto Samper por haber sido el único presidente en visitarlos y en lograr, desde su gobierno, la instalación de la electricidad. Traen el agua del río Aracataca en botes cisterna a los que dan el sofisticado nombre de "bongoducto".

Estos dos pueblos palafitos, al igual que Bocas de Aracataca, que es semipalafito, existen hace cientos de años. Fueron fundados por pescadores, indígenas muchos de ellos, quienes hicieron cabañas en medio de las aguas para no tener que regresar al continente al final de la faena. Y lejos de los zorros mangleros que se llevan los peces de las trojas durante el secado y salado. Y las comadrejas, que hoy, quién sabe cómo, han llegado al poblado. Algunas mujeres iban con sus hijos a visitar a sus hombres, se quedaban por tiempos y, finalmente, optaron por radicarse.

-En La Biblia dice que las ratas cantarán. Y es verdad -asegura Manuel Domingo-. Uno las oye cantando en las noches, encima de los tejados: son las comadrejas.

Parado en el corredor de tablas del frente de su vivienda, con las manos puestas en un horcón de palmito, recuerda que de niño llegó a ver una o dos cabañas de indios sinuanos en el caserío. Tenían techo de palma amarga a dos aguas y éste mismo formaba las paredes.

Como están situados en la "zona amortiguadora" del Santuario, la administración de éste -la misma que cuida Salamanca-, mantiene campañas preventivas de protección a la flora y la fauna.

Y es que todo lo que hacen los habitantes de los pueblos palafitos tiene incidencia en las aguas de la Ciénaga. En la cocina, los caldos residuales y las cenizas van a dar a éstas; en el baño, también: el retrete es simplemente un rectángulo sin tabla por el que se ve el estuario.

En Nueva Venecia, Amed Gutiérrez, un líder comunitario, ahora vinculado con Parques Nacionales para el cuidado del Santuario de Flora y Fauna, nos recibe. Nos muestra el Puente de los Estudiantes o Puente del Himno. Así le dicen al entablado que une la escuela y el restaurante, porque aparece en televisión colmado de escolares en el promocional del Himno Nacional. El puesto de salud abandonado, sin médico ni enfermera desde hace años, y con una lancha ambulancia parqueada sin mayor uso en su frente.

Es invierno. La radio dice que en la Sierra Nevada y municipios cercanos no para de llover. Desde el corredor de tablas de la tienda de abarrotes de Yolanda Gutiérrez, hermana de Amed, mientras desocupamos dos jarras de cerveza, vemos la tormenta eléctrica a lo lejos que confirma el dato. Interminable. Hablamos con los ojos puestos en ese espectáculo.

-Con esa lluvia, compadre, va a dar lidia que baje el nivel del agua.

-Qué va, viejo Lucho -responde Amed-. Mire la seña en la tabla -se refiere a la mancha de humedad por encima de la superficie, dibujada en los maderos de la casa-. Ya ha bajado una pulgada. Y con el vendaval, en dos días más habrá terminado de bajar.

Vendaval llaman al viento del sur; al del norte, brisa; al del este, cienaguero, y al del oeste, burro. El vendaval hace que el agua busque salida al mar.

Amed cuenta un par de anécdotas alusivas a caídas suyas a la laguna. Vemos a una mujer pasar en su canoa, acompañada de un niño y un perro.

Volvemos a Buena Vista porque amenaza lluvia. Una nube gris muy baja cubre la Ciénaga Grande de la Magdalena. En el trayecto de quince minutos, Luis señala con el dedo otra canoa en la que el boga cocina su comida. Pero está tan lejana que solo él, con sus ojos acostumbrados al paisaje, alcanza a ver el humo.

De madrugada salimos de Buena Vista. Ya algunos pescadores bogan en sus canoas, impulsadas por palancas de madera. En el trayecto entre el caserío y el Santuario, que se hace en menos de diez minutos con un motor de 50 caballos, aparecen los patos silvestres. Bandadas que vuelan en filas ordenadas a poca altura de la superficie.

Nos detenemos en Bocas de Aracataca -familiarmente llamado Trojas de Cataca-, para constatar que es casi un pueblo fantasma. Muchos de sus pobladores -al igual que los de Nueva Venecia y Buena Vista- huyeron el 22 de noviembre de 2000, aterrorizados por una incursión paramilitar que dejó decenas de pescadores asesinados, y muchos de los desplazados no se han atrevido a regresar. Y la electricidad, que estaba a punto de ser realidad, quedó solo en una ilusión trunca, de la cual aún están los postes, útiles apenas para impedir olvidarla.

-Y pensar que de los tres, éste era el pueblo más próspero -lamenta un hombre en el corredor de su casa, uno de los 80 pobladores que volvieron-. Ni cuenta se habrá dado Samper. Para mí que él debe pensar que ya tenemos luz".

Para ver el santuario entramos por la desembocadura del Sevilla y ascendimos río arriba. Una vista imponente alfrente: la Sierra Nevada de Santa Marta. Los jacintos de agua de las márgenes, que allí llaman taruya, se levantan con las olas que produce la pequeña nave.

Garzas blancas permanecen en los troncos de las orillas a la espera de que en las aguas algo se mueva y de vez en cuando surcan el aire, muy a ras del suelo, quizás en busca de una mejor posición. Más de cinco kilómetros debemos ascender por las aguas llenas de vida, a cuya superficie salen burbujas aquí y allá, respiración de babillas y caimanes que las pueblan, para ver el primer mono aullador. Raro, comenta Obeso, porque cada día a esta hora -entre las cinco y las seis-, él suele toparlos en la misma desembocadura. Y más en invierno, cuando la comida abunda y los animales se alborotan. Primero escuchamos los aullidos. Ruidos roncos y prolongados que llenan el espacio y se combinan con los trinos y gorjeos de pájaros diversos. Al fin aparecen. En ramas altas, con las crías sentadas en sus espaldas o a escasos centímetros de ellos, comen hojas verdes.

Y al poco tiempo, los monos maiceros. Éstos son más esbeltos que los anteriores. Y más curiosos. Hasta son capaces de acercarse a los intrusos a ver qué diablos pasa, quiénes son esos inoportunos que alteran el ambiente.

"También hay perezosos -cuenta el operario-. Pero hoy no quieren aparecer".

Y comenta que debe estar pendiente de cazadores, pues asechan a los caimanes. Les ponen trampas, porque su idea es no perforar su piel con una bala. O a los mismos monos, ya que tienen mercado como mascotas.

"Hace unos días, en unión con agentes del DAS, decomisamos un manatí. Estaba vivo, aunque herido. Hoy se recupera en la sede de Los Cocos, en la Vía Parque Isla Salamanca".

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