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UNA CANCHA DE BARRIO, MUNDIAL

  • UNA CANCHA DE BARRIO, MUNDIAL
28 de junio de 2014
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Para el congresista Iván Darío Agudelo, o Chocolito, quien es mi amigo desde la infancia.

No recuerdo qué edad tendría cuando se me fueron los pies a las aguas turbias de la quebrada La Palencia por primera vez. Debía contar unos siete años. Perseguía un balón. Jugábamos en una cancha -un potrero, dirían los argentinos- que bordeaba el riachuelo y a la que en el oriente de Medellín llamaban La Manga del Mosco.

La superficie era ladeada y guardaba una colección de huecos que los jugadores, además de los rivales, debían sortear. Allí jugaron mis tíos, mi padre, los amigos de ellos. Después yo, mis amigos y los amigos de mis amigos. Esa fue la cancha donde aprendimos todos a jugar fútbol y a darnos patadas y trompadas. Eso sí, no recuerdo que hubiere algún mordelón a lo Luis Suárez, el uruguayo. Ese loco es una especie exótica y ojalá en vía de extinción.

Y por allí, por aquella cancha a la que en las noches de luna llena se le veían los cráteres, pasaron desde destacados médicos hasta aventajados camajanes. La cancha marcaba un límite: por abajo, daba con los vecindarios de clase media y media alta, y por arriba lindaba con otros barrios algo más populares y agitados.

Entonces, en aquel potrero se jugaban unos desafíos para saber quién era quién. El clásico era los de Bomberos contra los de Cantarrana o contra los de El Ayacucho. Eran batallas intensas donde brotaba ese sencillo saber que es conducir la pelota, volverla una extensión del cuerpo y convertirla en una especie de esperma que fecunda jugadas y goles.

El tiempo, con esos extraños cambios que lanza la vida a la marcha de los hombres y las calles, trajo maleza y olvido. El Mosco permaneció abandonado por casi 20 años. El tesoro de sus partidazos quedó guardado en la memoria.

Hace unos seis meses, con las uñas y con una paciencia infinita, la gente de aquellos barrios que bordean la cancha decidió desmalezarla y devolverla a la vida. Ha sido todo un fenómeno de concurrencia y de hermandad comunitaria.

Lo que puede una cancha, lo que puede un punto de encuentro de las almas del barrio. Lo que puede el fútbol.

Allí hoy se juega un torneo de veteranos y uno de niños al que llaman Mundialito. Algunos de los equipos de los pequeños se armaron espontáneos: con la ilusión de jugar el campeonato, ellos mismos recogieron fondos y tejieron el sueño de sus uniformes. Para ser feliz, la gente en los barrios necesita muy poco. Es una sencillez que hunde sus raíces en la profundidad de actos cotidianos, afectuosos y solidarios.

Aunque nos gusta tanto el fútbol de las ligas europeas, y ahora en pleno Mundial Brasil 2014, la cancha se llena con los vecinos de toda la vida, y los recién llegados, para cumplir el ritual refrescante del recuerdo, de las viejas caras, de la memoria de los días de los guayos rotos y la quebrada. Ahora pasa una avenida y la cancha esta cubierta de arenilla. El balón ya no se escurre por entre las piedras y el fango. Lo empuja la felicidad de volver a vernos.

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