Desde el aire, Villa Juliana es un barrio como otros. Son casas puestas en un orden pulcro, como alineadas con una escuadra gigante para hacer hileras que forman cuadrados perfectos. Tiene techos de zinc —de reflejos cegadores—, oxidados por la lluvia y el sol que cambian sin avisar.
En la tierra, sus calles sin pavimentar son una polvareda cuando el calor, ardiente en la piel, seca la garganta y la sombra de los mangos son refugio obligado; igual cuando el agua arrecia y las vías son un lodazal rojizo. El barro convierte a Villa Juliana en un solitario vecindario. Ni los niños juegan en los charcos de agua caída del cielo.
Pero Villa Juliana es diferente. En este populoso suburbio del sur de Villavicencio (Meta), conviven desmovilizados de grupos paramilitares, exguerrilleros, víctimas del conflicto armado y hasta jubilados de la Policía.
Es común ver entonces en la esquina donde suena un vallenato de Los Chiches, un bolero de Agustín Magaldi, o una canción llanera de Juan Farfán; a los jóvenes que días, quizás meses atrás, se odiaron por ideologías para ellos ajenas. Empuñaron armas de bandos contrarios y se buscaron hasta querer matarse.
—Doña Lilia, una ronda de cerveza para todos seis—, pide Jairo*, un joven de 22 años que hace poco más de un año dejó el frente 10 de las Farc.
Llega sudoroso y se quita la camisa. Su brazo derecho carga una cicatriz de esos días lejanos, cuando patrullar en el monte era tarea diaria, nocturna. Trata de taparla con dos de sus dedos flacos, pero la marca es tan larga que parece culebrilla, esa enfermedad propia de tierras calurosas. Detrás de él, cinco jóvenes corren. Se sientan contra la pared fría, se quitan los zapatos.
—Es para celebrar que ganamos en fútbol—, replica Juan Diego, arquero del equipo y desmovilizado de grupos paramilitares.
—Pero no se demore con las frías doña Lilia porque tenemos que ayudar a pintar las casas de la gente que no ha podido empezar, replica Jairo.
Doña Lilia sale de su tienda, la cual parece una prisión por las rejas y la malla que encierran todo el lugar. Es una mujer pequeña, tanto, que su falda roza el andén y arrastra toda la tierra llevada por los zapatos de los jóvenes.
Mientras lleva las seis cervezas entre sus manos gordetas y morenas, de dedos pequeños y uñas carcomidas por sus dientes, cuenta que su tienda tiene tanta seguridad, no porqué haya ladrones, sino porque los bichos quieren comérsele el arroz que vende por libras, pocillos o cucharadas, según la necesidad del cliente que la visita.
Unidos para pintar
Dos perros negros —uno de ellos cojo— apostados en una de las aceras del barrio ladran a todo aquel que pase por sus aposentos. Luego como locos persiguen las motos por estas vías maltrechas y se devuelven jadeantes. Lucy Urrea Bermúdez los espanta a su paso. Saluda a los amigos de la manzana 17 y casa 26 y les dice que en media hora les llegarán los voluntarios para pintar.
Lucy es dicharachera. Tiene el cabello blanco y un lunar grande junto al labio superior del cual se mofa cada vez que puede. —Es como un bicho— dice. Cada vez que habla mueve sus manos morenas, y se ríe tan fuerte, que sus nietas saben cuando regresa a casa, pues la sienten a media cuadra de su vivienda.
Es una víctima del conflicto armado. En el 2001 le llegaron con la noticia de que unos hombres armados asesinaron a su hijo. Le dejó tres nietas que cuida como sus hijas. Ese día sintió odio, opresión, dolor de madre; ahora habla de perdón y reconciliación.
—Soy capaz de perdonar, dice. El perdón es reconciliación, paz y amor, pero que sea desde el corazón, asevera.
Lucy es desde hace seis años vicepresidenta de la Junta de Acción Comunal (JAC) de Villa Juliana. Con otros miembros coordina la jornada de pintura para mejorar las 430 fachadas de su barrio.
Por eso en las manzanas del suburbio la abordan para preguntarle si les pueden cambiar una pintura, cuándo les van a entregar la otra caneca, quién puede ayudarles a cambiar el color de la casa.
"Todos nos unimos para pintar. Es que acá todos somos muy unidos. Uno le ayuda al otro así sea a tener la escalera. Le lleva las pinturas, le pasa la brocha. Esta actividad nos unió como barrio".
Es así como el domingo todos los habitantes de Villa Juliana se levantaron temprano para cambiar los colores de sus viviendas. Abuelos y nietos, tíos y sobrinos, amigos, desmovilizados y un grupo de voluntarios, le cambiaron la cara a este barrio gris.
A esta jornada se vincularon Jairo, Juan Diego, Paula, Alejandra y otros reinsertados. Todos dieron una mano de pintura a una de las casas, fuera de quien fuera. Ya Villa Juliana no será más gris. El barrio se llenó de color, como la nueva aventura que quieren comenzar a construir.
—Esto es un nuevo comienzo para el barrio y para nosotros—, dice Jairo y quita la pintura de sus manos. Asemeja el gris con el tiempo que estuvo en las filas guerrilleras, y los nuevos colores con la esperanza de vida que espera construir lejos de las armas y la violencia de años atrás.
—Me gusta el azul. Me da tranquilidad, paz. Ese es el color que quiero para mi fachada, dice Jairo. Toma una caneca y se dirige a la caseta comunal que él y otros desmovilizados ayudaron a construir. En este salón, algunos voluntarios entregan las pinturas, las brochas, el resane. Llega a la fila, extenuada por la canícula de las 11:00 a.m. Adentro, el olor a pintura fresca llena el lugar. Afuera, lugareños esperan por materiales para su fachada pintar.
¿Por qué ayudar?
Alejandra * no mira a nadie cuando habla. Sus ojos no se levantan del suelo y argumenta que le da pena porque hizo parte de las Autodefensas.
Empuña una brocha que sumerge en un tarro de pintura verde. Ayuda a cambiarle el color a una de las viviendas de una de sus víctimas. Dice que es la única forma que ve para resarcir el dolor causado. Por eso llora, y cuando lo hace, desliza la brocha embadurnada de pintura con más fuerza.
Para ella, pintar la casa de una de las personas afectadas es un esfuerzo que hace por voluntad y convicción.
—No me pregunte, no sé qué decirle. Lo único que quiero es olvidar los fantasmas de la guerra que viví.
Alejandra sigue pintando. Junto a ella, otros reinsertados recorren diariamente las calles de Villa Juliana para ayudar a los habitantes en tareas cotidianas. Arreglan jardines, limpian aceras, tapan huecos, llevan paquetes. Ellos saben que el daño causado cuando hacían parte de los grupos ilegales es una huella profunda, imborrable. Pero solo aspiran al perdón de sus víctimas.
—Uno con el perdón de ellos logra vivir tranquilo, responde Juan Diego, y por eso en sus conversaciones ya no hablan de la guerra. Y nadie los señala en Villa Juliana. Por el contrario, fueron acogidos por esta comunidad. Esa ha sido la clave para la sana convivencia, normas construidas con el apoyo de la Agencia Colombiana para la Reintegración, que acompaña a los desmovilizados en estas etapas.
Este acompañamiento, explica María Eliza Chaparro, presidenta de la JAC de Villa Juliana, consistió en la creación de la escuela Espere, donde junto a los victimarios pudieron llorar, acogerlos para que fueran nuevas personas y decirles que eran capaces de perdonarlos por el daño.
—Acá si quieren les damos unas clases para hacer la paz, explica María Eliza, y se echa a reír, y aplaude, y así cayó los perros cojos que persiguieron una moto desde la cual le gritaron: "soy capaz".
Soy capaz
La pintada y mejora de las fachadas de las viviendas en Villa Juliana el pasado domingo, fue un proceso que inicio hace dos meses, cuando Orbis (compañía que agrupa a las empresas Pintuco, O-tek, Centro de Servicios Mundial, y otras), la Fundación Orbis y Cemex, decidieron ayudar a mejorar las casas, y la calidad de vida de este barrio que ha hecho de la convivencia su bandera y se ha convertido en un ejemplo para todo el país.
Ambas empresas, en el marco de la campaña "Soy CaPaz", aunaron esfuerzos para llevar a a este barrio cemento y pinturas, y el domingo, voluntarios de ambas compañías viajaron hasta Villavicencio para unirse a desmovilizados y a la comunidad para pintar.
Pero no solo regalaron pintura y cemento. Por dos meses ambas compañías brindaron capacitaciones a los jóvenes y habitantes de ese sector en la preparación de la pintura y a resanar o empañetar.
Así fue como Gildardo Cortés, de Pintuco, les enseñó de colores, y los apropió del oficio. "Lo mejor es que todos ellos aprendieron un arte que les servirá para la vida. Nosotros nos vamos, pero ellos seguirán con lo aprendido".
El presidente del grupo Orbis, Santiago Piedrahíta, asevera que ese proceso de transformación urbana en este barrio de condiciones difíciles les mejora el entorno y el arraigo con su barrio. "Así les decimos que sí somos capaces de reconciliarnos y convivir".
Los primeros pobladores de Villa Juliana llegaron a ocupar terrenos baldíos inundados por varias quebradas que bordean el sector, pero hoy, 18 años después, y con luchas casi interminables han logrado agua, alcantarillado y gas.
A esos esfuerzos se sumaron manos de desmovilizados. Entre todos cambiaron la cara de un barrio gris por el color con el que trataron de borrar las heridas que les dejó la guerra*Nombre cambiado por petición de las fuentes
Pico y Placa Medellín
viernes
0 y 6
0 y 6