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Elkin Chaverra nació cuando ya había pasado la edad dorada de los relojes Ferrocarril de Antioquia que abarcó los primeros 30 años del siglo XX, pero domina todos sus secretos y también conoce como pocos las extrañas relaciones de los paisas con los relojes plagadas de vínculos afectivos, manías y ostentación.
A nadie en Medellín se le había ocurrido hasta 1899 que el tiempo podía ser más que tiempo. Que era posible encapsularlo en un pequeño aparato que cupiera en el bolsillo y convertirlo en objeto de deseo colectivo para lucir el éxito. O para aparentarlo.
Fue un suizo, Luis Heiniger, a quien se le ocurrió, quien lo descubrió. Heiniger era un veinteañero al que trajeron para adiestrar y arreglar los relojes de la empresa ferroviaria, lo que todavía no era el Ferrocarril de Antioquia sino una locomotora que se abría paso a empellones y a deshoras entre algunas estaciones buscando una ruta entre Medellín y el río Magdalena.
La exactitud de la línea ferroviaria de la mano del suizo se convirtió en arquetipo de orden, de seguridad, precisamente en la tierra de la pleitesía a los esquemas. Heiniger lo sabía. Por eso tras un breve retorno a Suiza y un regreso a Medellín en 1894 junto con su esposa Mercedes y su cuñado Jorge Bachmann compró en 1899 la histórica joyería La Perla a don Felipe Etienne y desde allí desató una implacable campaña publicitaria que caló hondo en la Medellín de entonces.
Heiniger registró en 1899 la marca relojes Ferrocarril de Antioquia que respaldados por la confiable maquinaria y la hábil mano del suizo se convirtieron en sinónimo de estatus: anhelo de hombres y premio a los mejores trabajadores. Por ejemplo, cada mes, al mejor trabajador entre quienes que con sus manos y su salud hicieron posible la utópica vía al mar en la década del 20 lo premiaban con un reloj Ferrocarril de Antioquia, recibirlo era como coronar el sueño de una vida.
Y Luis Heiniger y compañía hicieron todo esto con sugerentes pautas en El Colombiano y con la importación por montones de maquinaria de relojes Moeris, una marca de relojes suizos gama media o “de combate” –como se diría hoy– y que se acumulaban por toneladas en bodegas en la Europa de la Gran Guerra y la Posguerra cuando la gente estaba más interesada en sobrevivir que en vivir pendiente de la hora.
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A sus 14 años, Elkin Chaverra fue obligado a aprender mecánicamente a solucionar las complicaciones de la relojería. Su papá era trabajador de Fabricato y era también relojero y un hombre agrio que llegaba a casa todas las tardes con bolsadas de relojes por reparar que al otro día debía entregar a sus compañeros. A Elkin nadie le preguntó si quería asistir a su padre, le tocó porque era el segundo de una camada de diez hijos y su hermano mayor carecía de la vista necesaria para la tarea mecánica de desmontar, reparar y ensamblar.
El método de su papá era simple: regar la bolsa de relojes en una mesa, destapar, arreglar y pasar al siguiente incluso si en el proceso algún reloj terminaba magullado. “El tiempo es plata”, le repetía a Elkin. Y como el tiempo era plata Elkin sabía que cualquier pregunta sobre un paso olvidado o duda acerca del propósito de una pieza desataba la furia de su papá. Por eso aprendió a dibujar la intrincada mecánica y sus cientos de piezas. Con la experiencia vino la intuición, la perfección del procedimiento. Si la relojería para su papá era un sueldo extra, para él era belleza, reparar cada reloj era para él como contar una historia, descifrar un acertijo.
A los 20 años le llegó a Elkin la oportunidad de entrar a las grandes ligas, pero antes debía formarse en el Sena a lo que su padre se opuso. “El tiempo es plata...”. Así que estudió a escondidas y una vez concluyó su formación llegó a la joyería Tiffany, la gran escuela de los maestros relojeros.
Los relojeros tienen de matemáticos, físicos y ajedrecistas. A un nivel muy elevado de su profesión pueden encontrar relojes cuyo funcionamiento se convierte en un enigma que a veces los vence y otras veces los desvela. A Elkin le pasó a los 20 años con un Longines ultraplano cuyo dueño estuvo a punto de mandarlo a Bogotá a ver si por fin alguien era capaz de ensamblarlo, hasta que Elkin le halló la lógica. Fue su graduación.
En Tiffany Elkin aprendió lo mundano y lo espiritual que se esconde tras estas piazas que dan más que la hora. En 1986 tuvo en sus manos el mítico Rolex de 220 gramos de oro blanco de Pablo Escobar, atestado en diamantes y un funcionamiento interno hermoso. Pero también tuvo en sus manos piezas antiguas y modestas que cargaban con la historia de toda una familia y que eran el último rastro de arraigos casi perdidos.
Y también reparó durante 10 años los relojes de Saúl Halpert, un judío checoslovaco que en los 70 le compró la marca Ferrocarril de Antioquia a Juan Heiniger, el hijo de Luis. A la mesa de Elkin llegaban semanalmente decenas de relojes que los vendedores recogían como garantía en decenas de pueblos y hasta de Ecuador y Perú. Con Halpert como dueño murió la esencia de los relojes Ferrocarril de Antioquia. En busca de ganancias le metió maquinaria y material baratos, los hizo en antimonio. Aunque también es cierto que eran otros tiempos y que el Ferrocarril también había muerto. Lo habían dejado morir.
Tiffany ya no existe pero Elkin sigue vigente como uno de los últimos maestros relojeros de la ciudad y del país atendiendo a clientes y coleccionistas en el Taller de Relojería Elkin Chaverra, en el pasaje comercial Bancoquia, entrando por Maracaibo.
Allí pasa sus largas jornadas entre centrífugas, químicos, equipos de alta precisión que no se encuentran en ningún otro lugar, desnudando relojes, separando con paciencia y método casi compulsivos las cientos de piezas: el volante con su espiral de alta precisión, ruedas, tambor, bridas, rubíes, tornillos, áncora, puentes para encontrar y recuperar el mecanismo que se nutre de una fuente de energía y convierte las oscilaciones en un conteo que se traduce en horas, en el tiempo que lo rige todo.
La existencia de Elkin y unos contados maestros relojeros más veteranos y que se resisten al pulso perdido y los ojos gastados hacen posible que se mantenga a flote un pequeño mundo de entusiastas y coleccionistas que tratan de recuperar entre retazos la historia y memoria perdidas de esos fenómenos culturales y sociales que surgieron cuando Antioquia y Medellín empezaron a romper el cascarón que los separaba del mundo.
En el taller de Elkin, en sus manos reparadoras, terminan las búsquedas de cazadores de relojes como José Fernando Navarro, un biólogo cuya fascinación por los relojes del Ferrocarril de Antioquia comenzó el día en que su abuelo le regaló el suyo para que lo luciera el día de su graduación.
José Fernando es una autoridad en el rastreo de mamíferos terrestres en Colombia; los ha buscado por selvas y bosques durante dos décadas y desde hace una década decidió utilizar esas técnicas para encontrar piezas únicas de relojería, archivos, documentos y hasta personas con las que ha reconstruido buena parte de esa historia que de otro modo habría desaparecido. Esa breve historia del tiempo convertido en negocio, en lujo, en herencia familiar, en símbolo de la incansable ansia de progreso y del aspiracionismo paisa.
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Así son los Ferrocarril de Antioquia
José Fernando estima que hay más de 30 referencias del Ferrocarril de Antioquia. En esencia, se pueden clasificar en tres: sin tapa (caja lépine), que no tiene ninguna cubierta para proteger el cristal. Normalmente el reloj lépine tiene el colgante a las 12.
Caja de saboneta (tres tapas): Provee una capa extra de protección al cristal del reloj de bolsillo para evitar roturas, estos fueron usados principalmente por caballistas y deportistas y llevaban una cubierta de más para proteger el vidrio.
Media saboneta: Llamados también cierre de medio cazador deja una pequeña parte de la cara del reloj al descubierto para que su dueño pueda ver la hora sin abrir la tapa. Es uno de los perseguidos para los coleccionistas.
Por lo general estos relojes utilizan caras analógicas, en lugar de digitales, ya que un buen reloj de bolsillo debe ser de cuerda, estos indican la hora y minutos usando números en la esfera del reloj. Algunos fabricantes usaban números romanos o símbolos en lugar de números reales, los más modernos utilizan un seguimiento de la fecha.
Y finalmente está el otro componente esencial: la Leontina, la característica cadena colgante metálica que era producida en oro, plata y níquel para sujetar el reloj al bolsillo o chaquetilla.
Soy periodista porque es la forma que encontré para enseñarle a mi hija que todos los días hay historias que valen la pena escuchar y contar.