Cuando la bomba que lo dejó sin brazos fue lanzada, Kek ni siquiera había nacido. El estallido estuvo dormido durante al menos 38 años. Salió de una de las municiones racimo que tiró un avión estadounidense sobre Laos de forma ininterrumpida entre 1964 y 1973, una cada 8 minutos en promedio, en medio de la Guerra de Vietnam*.
El accidente fue en 2011. Kek buscaba entre los restos bélicos las piezas de metal con las que, como muchos otros en ese país asiático, construiría los pilares que sostendrían su casa, según contó a la cadena Reuters para un reportaje publicado en 2008.
Su caso, y el de todas las víctimas de municiones no estalladas, es resultado de una táctica de guerra –el bombardeo estadounidense a Laos para cortar el suministro de armas de Vietnam, por ejemplo–, pero, sobre todo, es la herencia de un desarrollo tecnológico que, hace menos de un siglo, cambió la guerra y extendió sus consecuencias por décadas.
Mapa de puntos marcados
La idea de bombas que dispersan proyectiles pequeños en un área y que, tras su activación, siguen causando daño, comenzó a ejecutarse a principios del siglo XX por equipos en Estados Unidos, Italia y Rusia, de acuerdo con la investigación del experto en armas Eric Prokosch.
Pero el motivo para aplicar el desarrollo a gran escala, más allá de sus usos puntuales durante ambas guerras mundiales, llegó después: en la Guerra Fría.
Entonces, esas armas creadas para mutilar personas, en lugar de derribar edificios; que garantizaban la reducción del número de enemigos, fueron la fórmula que países como Estados Unidos encontraron para resolver su desventaja de tropas frente a guerrillas como las que combatió en Vietnam.
Las siguientes décadas fueron una lluvia de bombas racimo –Sahara Occidental en los 70, Afganistán en los 80, Yugoslavia en los 90–, que no se detuvo ni con la firma de la Convención sobre este tipo de artefactos en 2008.
Las armas también llegaron a Colombia, que mantuvo un bombardeo contra su propio territorio a finales del siglo pasado, hasta que la muerte de 17 civiles en Tame, Arauca, en 1998, llevó al abandono de la táctica.
Pero, con las municiones racimo, como con las minas antipersonal, el alto al fuego no equivale a detener las muertes. Cada munición arrojada, como las que aún se usan en Siria y Yemen –de acuerdo con el estudio de la ONG Cluster Monitor– albergan la posibilidad de una muerte futura sobre la que el agresor pierde el control.
Esa fue la gran transgresión del ingenio bélico. Hasta hace menos de 100 años, todas las armas conocidas implicaban, independientemente de su devastación, el matiz de la elección: apretar el gatillo, lanzar el tajo, oprimir el botón que libera la bomba. El siglo XX y sus guerras dejaron como legado la eliminación de la garantía: un mundo de puntos marcados, de explosiones y dolores aplazados.
*Análisis de datos
de bombardeos realizado por Handicap International.