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La hermana Carolina Agudelo lleva 30 años siendo la madrina de viudas y huérfanos de Urabá

Llegó a Urabá en 1994, en la época más difícil de la violencia. Desde entonces Compartir, la fundación que preside, atendió a 2.000 mujeres, a casi 7.000 jóvenes, construyó 365 casas y trajo esperanza.

  • La hermana Carolina María Agudelo Arango dirige la Fundación Compartir en Urabá desde 1994. FOTO: MANUEL SALDARRIAGA
    La hermana Carolina María Agudelo Arango dirige la Fundación Compartir en Urabá desde 1994. FOTO: MANUEL SALDARRIAGA
  • La hermana Carolina Agudelo entró el timón. La nueva directora de la institución es la hermana Irayda Elizabeth Martínez Espinosa. FOTO: MANUEL SALDARRIAGA
    La hermana Carolina Agudelo entró el timón. La nueva directora de la institución es la hermana Irayda Elizabeth Martínez Espinosa. FOTO: MANUEL SALDARRIAGA
hace 2 horas
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—Íbamos en un camión lleno de comida, con carne, leche y aceite para San Pedro de Urabá. Hombres armados nos pararon en un retén en la carretera y nos dijeron que no podíamos seguir, que todo se quedaba ahí. Les dije que eso no era posible, porque se tenían que encartar conmigo y que por mí no iban a dar un peso. No cedían, entonces les contesté: Todo esto va para los huérfanos del pueblo, y mañana, para los hijos de ustedes.

Era 1995, el conflicto ardía en Urabá, y la hermana Carolina María Agudelo Arango, con su pulso firme, estaba recién desempacada después de la invitación que le hizo monseñor Isaías Duarte Cancino para que atendiera a las viudas y huérfanos que cada año iban creciendo en la región. De acuerdo con reportes de la Comisión de la Verdad, solo entre 1991 y 2001 hubo 97 masacres con 607 víctimas.

Desde ese día del retén, nunca más volvieron a parar la caravana de la hermana Carolina, que desde entonces pasó derecho con su misión en medio del polvorín.

Nació en Betania, Suroeste antioqueño, en 1941. Aureliano, su papá, era el telegrafista del pueblo, pero era liberal. Y eso les costó a todos salir en 1943, cuando la violencia política reverberaba. Llegaron al barrio La América, en Medellín. Carolina creció jugando en la calle con sus seis hermanos. Estudió en el colegio de la Presentación y ese fue su primer acercamiento a una comunidad religiosa. Estuvo tres años internada en Bello, pero la echaron justo antes de graduarse.

—Ese día le dije a mi mamá: Nada más con esas monjas, no quiero verlas.

Llegó entonces a trabajar en la Contraloría de Antioquia; se olvidó de las monjas, se enamoró y hasta se iba a casar, pero se atravesó su hermana mayor, que estaba en la comunidad de La Presentación, y le volvió a insistir en que apostara por su vocación religiosa.

—Respondí que tenía las dos vocaciones, para el matrimonio y para la vida religiosa, y que mejor me iba a casar. Y por una bobada entré. La muchacha del programa me contestó: “Muy bueno para usted que puede jugar con los dones de Dios”. Me prestó dos libros de meditación y vocacional y un día me decidí, cuenta.

Madrugó a la oficina, entregó su carta de renuncia, y el contralor le pidió que lo pensara. “Señorita Carola, creemos que lo suyo es una ventolera. ¿Está decidida a irse de monja?”, le preguntó. Carolina le respondió que no había vuelta atrás. “Si es su decisión, dejamos constancia de que en el momento en que quiera volver, las puertas seguirán abiertas”. Era 1961. Dejó su trabajo, su novio, y comenzó su camino religioso en el barrio Villa Hermosa de Medellín. Iba a cumplir 20 años.

Dio clases en colegios de La Presentación en el centro de Medellín, en Barranquilla, Cartagena y Quibdó por más de 10 años. Luego aterrizó en la comuna nororiental, donde el padre Federico Carrasquilla empezaba su lucha por construir el barrio Popular 1. Llegó a la rectoría del colegio Fe y Alegría, en La Cima, fundado en 1978 por el padre chileno José María Vélaz, que decía: “Fe y Alegría empieza donde termina el asfalto, donde se acaba el cemento, donde no llega el agua potable. Es decir, donde están los auténticos olvidados de la propia sociedad”.

La hermana Carolina dirigió el colegio entre 1982 y 1989. Bajo su égida, consolidó el colegio, duplicó el número de estudiantes, amplió la sede y dejó caminando el proyecto, tanto, que de ahí saltó a la dirección de Fe y Alegría en Antioquia. Los azares del destino le tenían tiquete comprado para Urabá.

La hermana Carolina Agudelo entró el timón. La nueva directora de la institución es la hermana Irayda Elizabeth Martínez Espinosa. FOTO: MANUEL SALDARRIAGA
La hermana Carolina Agudelo entró el timón. La nueva directora de la institución es la hermana Irayda Elizabeth Martínez Espinosa. FOTO: MANUEL SALDARRIAGA

La guerra y la esperanza

En enero de 1994 ocurrió la masacre de 35 personas en La Chinita, un asentamiento obrero en Apartadó. Desesperado por el montón de viudas y huérfanos que necesitaban atención, monseñor Duarte Cancino pidió apoyo en Medellín y la indicada para la misión fue la hermana Carolina.

—Acepté de una. Cuando tomo una decisión, asumo todo lo que traiga encima. Al mes me dio un infarto. No tenía el ánimo de renunciar, sino que me preguntaba: ¿yo qué hago aquí?, ¿con qué voy a sacar esto adelante? Monseñor me dijo que me daba un millón de pesos y con eso arranqué.

Alquiló una casa en Apartadó, le donaron un escritorio, un computador y sillas plásticas, y con eso creó un programa de atención a las víctimas del conflicto armado. Les daban de comer a los niños, jóvenes y madres; se iban cada fin de semana, municipio por municipio, para buscar viudas y huérfanos en compañía de cinco hermanas; los escuchaban y consolaban; tocaban puertas de los gobiernos, de organismos de cooperación; encontraron recursos en España, pero la población que atendían crecía y crecía, y la plata no alcanzaba. La hermana Carolina aún conserva la hoja de contabilidad con los ingresos y egresos de esos primeros días, cuando el lapicero no anotaba más de un millón al mes. Todo fue con las uñas.

Hasta 1999 fue un programa de la Diócesis de Apartadó. Durante años organizó algo que llamó “las tardes del compartir”, y así fue como luego se convirtió en la Fundación Compartir. En 30 años atendieron a más de 2.000 viudas, casi 7.000 huérfanos, construyeron 365 casas y generaron más de 1.000 empleos formales para las mujeres de Urabá. Hoy atienden entre 200 y 300 niños en cada una de sus 11 sedes en Apartadó, Carepa, Chigorodó, Mutatá, Turbo, Currulao, Nueva Colonia, Necoclí, Arboletes, San Pedro de Urabá y Riosucio (Chocó).

—¿Cuántas veces se quebró en estos años difíciles?, ¿cómo logró salir adelante?

—Una vez subí las escaleras de la comunidad llorando y cantando: “Los caminos de la vida no son como yo pensaba”. Porque llamaba a todas partes pidiendo ayuda y muchas veces no había respuesta. Era como para tirar la toalla, pero había que buscar fortaleza. Ahora, la mayor satisfacción mía es haberme podido entregar sin reserva. Uno no puede redimir el mundo, pero sí intentar mejorar el pedacito que le tocó.

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