"Furia de titanes", el clásico del cine dirigido por Desmond Davis (1981), tiene una escena conmovedora protagonizada por Laurence Olivier: Zeus está en una cámara del Olimpo rodeada por estanterías con diminutas figuras en barro de sus hijos, los semidioses. En el centro, en un teatro a escala, dispone a su antojo del hijo que quiere en escena. Elige a su digno representante.
(Dios, semidiós, barro y representación: la imagen se me antoja como una metáfora de lo que significa ser padres).
No estoy segura de qué tan astuto fue Nixon en su cuarto de hora. No sé si sus chuzadores terminaron tomando el sol en una playa panameña o si, cual nazis prostáticos, están asando churrascos en La Pampa. Pero sí tengo algo muy claro: después de varias décadas, seguimos siendo partícipes de su necedad magna: declararle la guerra a la droga.
Fui adolescente durante los sangrientos ochenta, he visto crecer como palmas a la guerrilla narcotraficante, lavadores de dólares, y políticos corruptos; y he sido testigo del ultraje a mis paisanos en los aeropuertos, de cómo los capturan y destruyen su reputación, aun sin elementos probatorios.
Las divinidades de RCN y Caracol gritan (olímpicamente) por Twitter y a micrófono abierto: "¡No imagino a mi hijo en calles donde vendan drogas!".
¿Acaso creen que legalizar significa que proveerán bareta en la cafetería escolar?, ¿o que el cofio va a ser preparado en la misma cocina del bazuco? ¿Ignoran que, ahora mismo, sus niños impolutos pueden conseguir todo tipo de sustancias alucinógenas a la vuelta de la esquina?
Aunque mis hijos están muy chicos, intento darles los elementos necesarios para distinguir entre una papeleta de cocaína y una de minisigüí.
Pulula una bizarra actitud de miedo frente a la adicción. Hay quienes se levantan sudorosos a la media noche porque soñaron que su hijo se estaba fumando un varillo? pero a la luz del sol, no les importa verlo pegado de un Nintendo, como si el cable del control le suministrara una transfusión necesaria para vivir.
De acuerdo: lo uno daña la salud y lo otro no. El punto en discusión es el miedo a la adicción, que no es más que el temor a la imperfección: nos tragamos (literalmente) el cuento de que somos "imagen y semejanza de Dios"; y, como presumimos de infalibles, tratamos de soslayar la condición humana. Jugamos al gran Zeus con sus figuritas de barro.
La paternidad es una lotería azarosa en la cual todo error de los hijos recae, por una absurda transferencia, en sus progenitores. (¿Quién no conoce padres excelentes cuyos vástagos sólo caben en la definición de cafres?).
En el Olimpo, Zeus clama porque su hijo Perseo acceda a las "armas del temperamento divino": un casco (que lo hace invisible), un escudo (que refleja a Medusa, cuya mirada petrifica) y una espada (para abatir al enemigo).
Si aceptamos que no somos dioses, ¿serán la confianza, la educación y el poder del diálogo las armas del temperamento humano?
Es posible que la prohibición del tráfico y consumo de drogas no salve a mis hijos de "caer". Pero afirmo, sin titubeos: su legalización no los va a condenar.
(Que Antonio Caballero escriba otros cuarenta años sobre el tema. El coro y eco crecen).
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