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La ciudad que suena y defenderá su derecho a la música

Susana Palacios no solo es líder de la Orquesta Sinfónica de EAFIT, sino que tiene interesantes reflexiones sobre el poder de la música y por qué esta debe ser el elemento central de Medellín para que resuene en el futuro.

  • Músicos del futuro. Imagen que hace parte de la serie ganadora del III Salón Nacional de Fotografía. FOTO: Manuel Saldarriaga.
    Músicos del futuro. Imagen que hace parte de la serie ganadora del III Salón Nacional de Fotografía. FOTO: Manuel Saldarriaga.
02 de noviembre de 2025
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Colaboración especial de Susana Palacios David

Medellín, 2075. En el escenario de un teatro cien músicos se preparan para interpretar la Quinta sinfonía de Gustav Mahler. Frente a ellos reposan quinientas páginas de partituras que parecen respirar. El director levanta la batuta y el aire se llena de una vibración que viaja desde el Imperio austrohúngaro, ya desaparecido, a más de 9 500 kilómetros de distancia, hasta esta ciudad rodeada por montañas y memoria. En la sala, casi mil personas comparten la experiencia: un niño que apenas comienza a descubrir el mundo y un hombre que se acerca a los noventa y cinco años escuchan la misma música, unidos por una energía invisible que atraviesa generaciones y recuerda que hay algo en común que nos sostiene.

Para entender la dimensión de ese momento hay que mirar lo que no se ve. La música que se despliega en ese teatro no es producto de la casualidad, sino de un oficio aprendido con paciencia y transmitido con disciplina. Carolina, violinista profesional, creció en la Red de Escuelas de Música de Medellín. Su instrumento ha sido, desde la infancia, su herramienta de vida tanto como el cincel lo es para un escultor o el serrucho para un carpintero. Ella sabe que el arte sonoro no se reduce a inspiración: detrás hay músculos entrenados, memoria fina, sensibilidad cultivada. Ensayar una sinfonía implica horas de repetir pasajes, coordinar gestos con decenas de colegas, escuchar para encajar, callar para que el otro resuene. La música, como la carpintería, transforma materia, en un caso madera, en otro aire, pero siempre con un propósito profundo de dotar de sentido a lo que parecía vacío.

El sonido como conocimiento

Dedos firmes en los violines, las violas, los violonchelos y los contrabajos, memoria y callo, horas de ensayo en soledad, en dúo, en cuarteto y con la orquesta entera. Los grupos de maderas y metales también han hecho lo suyo, con disciplina, para responder a la exigencia del compositor, a la atención del director y al oído curioso de algún espectador. Y entonces suena la sinfonía. Los músicos la hacen posible. En ese instante nace la creación: un viaje por tiempos y lugares, por historias y sonidos, por el esfuerzo y el conocimiento. En medio de la dificultad y la posibilidad, sobre las tablas ocurre un pequeño triunfo de la humanidad.

La humanidad ha sabido desde sus orígenes que el sonido es conocimiento. Antes de que existiera la escritura, los pueblos narraban sus cosmogonías por medio del ritmo, el canto y la melodía. La música es una inteligencia ancestral, un modo de organizar la memoria y de comunicar lo que no cabe en palabras. Hoy esa inteligencia dialoga con otra nueva: la de los algoritmos, la inteligencia artificial que analiza partituras y crea sonoridades que desafían lo posible. Es cierto que la tecnología abre horizontes, pero también lo es que nunca podrá reemplazar la vibración humana de un arco que acaricia las cuerdas, ni el aliento que da vida a un clarinete. La música no es únicamente sonido, es memoria, es gesto compartido, es respiración colectiva. Por esto aprender música importa: enseña a salirse del promedio. Sin ese saber es difícil crear algo distinto en un mundo que tiende a lo igual; de ahí que potenciarlo en nuestra ciudad no es un lujo, es una necesidad.

En un mundo que suele dejarse seducir por soluciones rápidas, vale recordar lo que advierte William Easterly en La tiranía de los expertos: “Muchas intervenciones fracasan porque ignoran la sabiduría de las comunidades”. Algo similar ocurre con la música cuando se la reduce a un proyecto técnico o a un espectáculo de consumo. La transformación real nace del respeto a los orígenes y de reconocer a cada persona como protagonista de su propio sonido. De otra manera, la música se convierte en mercancía y pierde su poder de construir comunidad.

Quizás por eso resuena tanto la provocación de Liam Young, arquitecto que en una charla TED imaginó Planet City, una ciudad futurista capaz de albergar a toda la humanidad en apenas una fracción mínima del planeta, dejando el resto para que la naturaleza se recupere. Young insiste en que la tecnología avanza más rápido que los cambios en nuestras creencias y valores. Allí entra el arte, necesitamos de la música para convertir la técnica en imaginación, para que la innovación no sea solo cálculo, sino también cultura, afecto y relato común. El arte ha tenido la capacidad de adelantarse al futuro y de nombrarlo antes de que llegue.

La música enseña empatía

Medellín encarna de manera singular ese cruce entre pasado y futuro. Es una ciudad que carga cicatrices y que, sin embargo, ha sabido reinventarse desde la cultura. Su identidad sonora es plural, pues en ella conviven el porro chocoano, que evoca ríos y selvas, los cantos campesinos, que acompañan la siembra, los bambucos, que suben por las montañas, el jazz, que se mezcla con músicas de nuestros territorios sonoros, y las orquestas sinfónicas, que interpretan repertorios mundiales. Este mosaico diverso es el reflejo de un país que ha tejido su historia entre amor, duelo y resiliencia.

En este escenario destaca la Orquesta Sinfónica EAFIT, que en 2024 decidió proclamarse como la primera orquesta verde de América Latina. La apuesta no era un gesto simbólico, sino una declaración de intenciones para conectar la música con la educación ambiental y el cambio climático. La idea de fondo es clara: la cultura no puede estar al margen de los desafíos del planeta. Pensar desde la música abre nuevas formas de relacionarnos con el medioambiente, con la creatividad —esa habilidad imprescindible del futuro—, con la resiliencia para afrontar la dificultad de los tiempos presentes y, sobre todo, con el disfrute. La orquesta verde se entiende como un organismo vivo que no se detiene. Investiga, arriesga, innova, cambia, forma a los músicos jóvenes que garantizarán su existencia y su relevancia en el futuro.

La música en Medellín ha tenido, además, un papel de sanación. En una ciudad marcada por el conflicto, los sonidos han sido refugio y consuelo. No se trata solo de conciertos memorables: es también el violín que acompaña un velorio, la guitarra que sostiene un duelo, el coro que se eleva en la plaza como acto de resistencia. La música enseña empatía porque obliga a escuchar, paciencia porque demanda práctica y repetición, humildad porque depende del otro para ser completa. Lo que ocurre en una orquesta es una metáfora social, pues no hay protagonismo que valga si no existe armonía conjunta.

Pese a todo esto, la música suele ser la primera víctima de los recortes presupuestales. Se la da por sentada, como si fuera un ruido de fondo, sin reconocer que es un derecho tan vital como la educación o la salud. La pregunta que se abre es urgente: ¿cómo garantizar que todos los habitantes de Medellín tengan acceso pleno a la experiencia musical? No basta con la música pasiva que acompaña la vida cotidiana; es necesario que cada niño y cada joven pueda aprenderla, vivirla, hacerla parte de su identidad. La educación musical, universal y accesible, es una de las herramientas más poderosas para transformar individuos y comunidades.

Porque la música no es solo arte, también es desarrollo. Un concierto moviliza toda una cadena: técnicos, diseñadores, gestores, comunicadores, transporte, servicios de alimentación. La música genera empleo, fortalece barrios, dinamiza ciudades. Y, al mismo tiempo, impacta de manera directa en la salud emocional: asistir a un recital disminuye la ansiedad, fortalece la memoria, mejora la calidad de vida. En Medellín, un lugar donde los retos sociales son tan profundos como su capacidad creativa, invertir en música es invertir en bienestar colectivo. El futuro nos invita a aprender por el simple acto de aprender, a crear sin la presión de producir. Y en ese camino la música es una guía imprescindible.

Es común ver cómo las ciudades del mundo se esfuerzan por obtener el galardón de Ciudad Creativa Unesco. Pero es un peligro caer en la insignia vacía si no existe un debate sobre el entorno urbano y las condiciones reales para la creación. El impulso debe darse en ese marco: pensar la música no como un sello, sino como parte de la vida cotidiana, del desarrollo y de la equidad. ¿Por qué no soñar desde hoy con lo que queremos para los próximos cincuenta años? Este es el momento preciso para poner el foco en la mejor manera de apoyarla, de comprenderla y de darle la prioridad que merece.

Si concebimos la música no solo como una materia, sino como una parte fundamental de la educación en valores, entendemos también que desarrolla el pensamiento matemático, la disciplina, la creatividad y la capacidad de imaginar otros mundos posibles. Y, aunque la música no pueda resolver todos los problemas de la sociedad, ofrece una respuesta neutral y común que nos atraviesa a todos. Si un día todo se calla, si de repente lo demás se termina, aún nos quedará la voz. Aún nos quedará la música para cruzar las fronteras que todavía no han sido conquistadas.

Colaboración especial de Susana Palacios David. Magíster en Desarrollo, Susana lidera la Orquesta Sinfónica EAFIT y el Portafolio Cultural. Cuenta con más de quince años de trayectoria en proyectos con entidades como el Banco de la República, la Cancillería y el Ministerio de Cultura.

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