La competitividad es un asunto complejo, en el que convergen distintas problemáticas e inciden diversos factores. Pero quizás pueda intentarse una visión integral del tema, reconociendo que detrás hay siempre tres grandes actores, de cuyas decisiones u omisiones dependen los resultados que se alcancen.
Están los agentes privados, que gestionan recursos productivos buscando obtener los mejores beneficios de ello; el Estado, que determina las reglas del juego, establece los marcos de referencia en los que se mueven los agentes y genera incentivos (positivos o negativos) para la gestión de aquellos; y la sociedad misma, en última instancia, la que debe beneficiarse de los logros competitivos y ante quien el Estado debe rendir cuentas.
Agentes privados
Los agentes privados, en principio, tienen un objetivo claramente definido: el “afán de lucro”, que los lleva a maximizar sus ganancias. En la búsqueda de tal objetivo, despliegan acciones que mejoran su productividad y su eficiencia. Esto les permite enfrentar adecuadamente la competencia y obtener no sólo ganancias presentes, sino también garantías de sostenibilidad futura.
De hecho, ese “afán de lucro” es la fuerza esencial del capitalismo que opera como un proceso de “selección natural”. Las mejores empresas sobreviven con las formas más eficientes de producir los bienes y servicios de los que se ocupan. En cambio, otras no logran avances necesarios en su productividad, por falta de imaginación o talento.
En un entorno de información plena, ausencia de barreras de entrada a los mercados, inexistencia de externalidades y consumo privado de todos los bienes y servicios, el “afán de lucro” debería conducir a una asignación óptima de recursos. Es decir, los mejores, los más talentosos, los más innovadores, son quienes jalonan los mercados, satisfacen las necesidades de los consumidores y alcanzan el aprovechamiento pleno de recursos productivos en que su economía tiene “ventajas comparativas”.
Sin embargo, hay aspectos que plantean retos y exigen la intervención del Estado en los procesos de competitividad: la complejidad de los procesos de producción; la especificidad de los factores productivos requeridos; la existencia de barreras geográficas (arancelarias y para-arancelarias); la presencia de costos de “descubrimiento” (asociados a identificar mercados y oportunidades); las externalidades positivas y negativas; y problemas de coordinación asociados a la gestión conjunta de factores específicos.
El rol del Estado
El papel del Estado es crucial en dos aspectos: ayudar a construir ventajas competitivas y garantizar una institucionalidad sólida.
En primer lugar, las “ventajas comparativas” han dado lugar a “ventajas competitivas”, que deben ser cuidadosamente construidas, con el concurso del Estado y la participación decidida de los agentes privados.
Crear esas ventajas exige, a menudo, inversión estatal, incentivos adecuados y agendas de largo plazo. Solo así es posible desarrollar competencias específicas y realizar las inversiones necesarias para poner en acción esas “ventajas competitivas”.
El Estado debe velar porque se den las condiciones necesarias para que esta inversión se realice, garantizando un manejo responsable del entorno macroeconómico, y estableciendo condiciones tributarias adecuadas que hagan competitiva la economía en los mercados financieros internacionales.
Otro rol definitivo del Estado radica en el arbitraje de los complejos y a menudo contrapuestos intereses particulares. Así que dispone de una discrecionalidad especial que la puede volver objeto de captura por parte de los agentes privados.
Su captura puede convertirse en la piedra angular de la gestión privada. En ese caso, el “afán de lucro” se canaliza a través de actividades de búsqueda de rentas.
A fin de cuentas, resulta más fácil convencer a un burócrata de que dispense una renta, que conquistar a un mercado con propuestas audaces de valor agregado para los consumidores.*Departamento de Economía y Finanzas de universidad Eafit