Por Luisa F. Orozco Valencia
Fue el primer 2 de diciembre que pasé trabajando. Estaba haciendo mucho calor ese día, todo parecía estático. La gente, aperezada, se asomaba en sus balcones. Bostezaban con todos los dientes, y a pesar de que apenas era jueves sentí que el día era una especie de miércoles festivo: en la mitad, atravesado, como la vaca en plena ciudad del cuento de García Márquez. Miré la fecha en la pantalla del celular: 2 de diciembre. Se me había olvidado.
Hace once años, durante otro 2 de diciembre, visité la clínica León XIII. Me llevaron a un sótano sin ventanas y con pasillos largos. Caminé por uno de ellos de la mano de mi mamá y mi tía mayor. Hablaban de mí como si no estuviera ahí, “¿será que la niña se da cuenta? La veo muy feliz, no creo que sepa”. Antes de pasar por una puerta, me encontré con mi tía menor. Ella me abrazó, y aunque mi estatura le llegaba hasta debajo del pecho, la sentí temblar hasta que me soltó. Luego entré en una sala con sillas de plástico en hilera, todas miraban hacia una mesa que parecía de quirófano. Encima había un estuche azul oscuro, como de instrumento, con algo dentro que lo hacía ver lleno. “¿Quieres ver a la abuelita?”, me preguntó mi mamá señalando al estuche. Yo le dije que sí, aunque la promesa se embolató entre los padrenuestros y avemarías, cosa que agradecí con el pasar de los años.
Mariela, mi abuela, la misma que permanecía en la sala de la León XIII, trabajó de 1950 a 1954 en El Colombiano como secretaria de dirección. Mariela asistía a las fiestas que celebraba el periódico, y en una de esas conoció a Olga Valencia, quien le presentó a su hermano Darío —mi abuelo—, jefe de imprenta en ese entonces. Se enamoraron. Los dos comenzaron a figurar en las páginas del periódico como asistentes de fiestas con carteles que decían “40 años al servicio de la cultura y el progreso en Colombia”. Meses después, los felicitaron en primera plana cuando se casaron, y también publicaron una foto de Mariela por su “belleza y elegancia”, siendo “la esposa de”.
Cuando tuvieron su primera hija, Mariela dejó de trabajar, como era costumbre en esa época: “las mujeres para el hogar, los hombres para el trabajo”. Compraron una casa y tuvieron dos hijas más, pero a Darío lo despidieron del periódico por múltiples versiones que existen en mi familia. Luego ocupó otros puestos hasta que tiempo después dejó de trabajar definitivamente. Mariela se convirtió entonces en cabeza de familia. Aunque se ocupó en otra empresa y no volvió a El Colombiano, ella era el principal ingreso.
El pasado 2 de diciembre me levanté para ir a trabajar. Pasé toda la mañana con una sensación de adormecimiento hasta que miré la pantalla del celular y Mariela se me atravesó entre las cuadras para llegar al restaurante de siempre. La volví a olvidar hasta que se apareció por momentos, como destellos en los anillos de mis dedos; en el perfume a lavanda y laca; en las margaritas marchitas de la huerta. El cansancio envolató a la mente, no me dejó pensar en nada más. Salí del trabajo y ya la gente no estaba en sus balcones, sino que se preparaba para ir a dormir, pero la tarde seguía siendo como una vaca atravesada: bochornosa, callada, riéndose entre dientes de quienes hace once años velaron a una mujer en el sótano de la León XIII.
Si hace días no pude acordarme de ella, ahora que no ha acabado diciembre lo hago en las páginas del periódico que fue amor, hilo de vida para la mía