Escenario hipotético.
El aire infectado generó saturaciones auditivas en humanos. Ruidos que borraron de sus mentes concepciones previas. Ideas se redujeron a nada en medio de inquietudes ensordecedoras. Desencadenaron en silencios reflexivos absurdos. Estos, en introspecciones profundas que crearon individuos capaces de observar primero. De escuchar antes de hablar. De hacer antes de criticar.
Con este nuevo restablecimiento del orden, hubo consenso en la necesidad de lograr conexiones profundas entre desconocidos. De participar más activamente de esa comunidad. De verse y entenderse como cercanos y no como anónimos en las calles. Esto no implicaba conocer por el nombre los encuentros aleatorios al circular por las calles; sino un simple entendimiento de que todos comparten el mismo interés. Uno sano y constructivo: cuidarse a sí mismo y a los suyos, exigir el respeto básico para sí y sus allegados. Desarrollar y explotar la empatía.
Ver al ciclista varado por llanta y atreverse a ayudarlo. Ceder la silla en el bus. Ponerse los zapatos del otro sin siquiera juzgar su pensamiento. Reconociendo en cambio que, en otro contexto, podría ser un amigo o un familiar.
Bajo esta nueva lógica, existía un entendimiento colectivo de que todos quieren volver en la noche a casa a reunirse con sus allegados, comer, disfrutar de conversaciones. Reposar después de un día lleno de actividades que cultivan cuerpo y alma.
Esta configuración logró que todos indistintamente, admitieran que buscan varias cosas y las mismas a la vez. Un norte común con varias dimensiones. Un consenso colectivo que valía la pena defender. En esa búsqueda se listaban. (i) Espacios de descanso y entretenimiento sanos y saludables. (ii) Relaciones emocionales constructivas, de aquellas que no son idílicas o imitaciones de epopeyas de libro o película; sino de las que retan capacidades emocionales porque por su naturaleza, las relaciones afectivas oscilan, engordan y enflaquecen, pero llenan de gratitud en el largo plazo. Incluso en las utopías como esta, las relaciones emocionales admiten esas variaciones. (iii) Trabajos que les permitieran desarrollar sus capacidades mentales y físicas, retos difíciles de superar o de aguantar, posiciones que permiten experimentar la necesidad de crecer en lo personal y ofrecer lo mejor de sí para lograr por méritos propios lo que cada quien busca: un techo para vivir, alimentación y buen descanso para los suyos.
De esa forma, los que antes eran desconocidos en las calles, y en muchos casos despectivamente mal llamados “la gente”, pasó de ser un colectivo peyorativo a un individuo valioso y que compartía los mismos intereses propios. Uno que admitió alinearse bajo las mismas expectativas: ese interés sano y constructivo que procura cuidarse a sí mismo y a los suyos.
Los antes anónimos y ahora cercanos comenzaron a respetar las opiniones y acciones de los demás. A ponerse en los zapatos del otro. A no intentar imponerse sino a entenderse. A compartir sus intereses comunes y a defenderlos. En últimas, eran más los factores comunes que los individuales. Y se hizo necesario desarrollar la consciencia de que, para lograr esa particularización, es más fácil lograrla de manera individual y “rascarse las pulgas por cuenta propia”, antes que intentar lograrla de forma colectiva.
Esta estructura eliminó los egos sobredimensionados y el afán de dominar por encima de los otros para reconocer que todos son los mismos y la coherencia de los individuos como especie. Una inteligencia colectiva.
Nota: esta, como cualquier utopía, cuenta un futuro idílico favorecedor del bien humano. Dibuja un punto en el horizonte para procurarlo dentro de las restricciones y devenires que la realidad de la vida impone. Como este, hay muchos otros idilios sociales posibles, tantos como lectores encuentre esta columna. ¿A cuál le apunta? ¿Cómo se lo sueña?.