La caracteriza ese silencio imperioso de los lugares que inspiran respeto. Una reverencia que no está inducida por la arquitectura, la altura libre o los gálibos de sus puertas. Este sentimiento también se vive en escuelas rurales y hogares que se permiten el lujo.
Este sitio logra esa reverencia a la que se alude, por la majestuosidad que agregan las páginas que recoge. Un efecto metafísico.
En hojas de papel desgastadas y con tonos amarillos, con algún olor a viejo y comején de la estantería “en desuso”, se reúnen las letras, palabras, pensamientos y vidas de unos pocos que se atrevieron a romper el silencio. A dejar por escrito su pensamiento o sus ideas. De quienes seguro lo dudaron, pero después se atrevieron, a que se les conociera desnudos. A algunos pocos individuos que, queriendo o sin querer, se vieron en la penosa situación de compartir ideas que, gracias a ese gran invento que es el libro, quedaron a disposición de quien se atreva a hojear y si hay interés genuino, leer lo que allí se aloja.
Este magistral lugar que no reclama la grandiosidad arquitectónica de iglesias o palacios pomposos, mucho menos de edificio de especificaciones magistrales, cuenta con autopistas para transitar rápido entre anaqueles alineados, vías secundarias que los separan en arreglos paralelos y finalmente vías arteria para buscar con mayor detalle en los entrepaños de madera.
Con su magia, le basta la simple densidad del contenido que guarda en libros ordenados de forma muy bien pensada. Un peso específico que se le parece al que logran las personas que cultivan voluntariamente el silencio y en él sus pensamientos. Una espesura que le permite a este noble lugar transmitir la calidez del sofá que envuelve cómodo y acogedor. Que da seguridad, reconforta y transmiten paz para procurar el silencio o la reflexión de quien busca esa condición de manera deliberada.
Quienes visitan de forma recurrente la biblioteca, buscan varias cosas: el silencio, la meditación que favorece, el conocimiento no encontrado aún, el pensamiento propio hilando argumentos, o esa química que comparten entre los que la habitan y que es la misma que logran los peces de cardumen al moverse sincrónicamente y sin un director de orquesta: ese movimiento que parece errático pero que tiene un propósito definido: pensar.
Quienes la visitan eventualmente, sienten una atracción magnética. Un deseo injustificable de volver a experimentar esa reverencia. Algunos lo logran, y encuentran el placer del opio en el regreso. Otros lo añoran inconscientes.
La biblioteca de hoy parece haber entrado en desuso sin necesidad. En el tiempo del click para las respuestas rápidas, la necesidad de invertir tiempo en estantes buscando libros parece haber prescrito. El gusto por buscar los mejores exponentes en estanterías ordenadas por temas y autores parece haber desaparecido. El placer de ordenar los libros en la lista para su lectura sin el afán de acabar ya; sino con el gusto de digerirlos, parece haberse abandonado. Todo, sin justa razón.
A pesar de la “connotación aburrida”, la biblioteca nunca agota el tiempo en el limbo de la realidad sin incurrir en alucinógenos. Tampoco espacios para encontrar las verdades que cada quien reclama, al permitir combinar argumentos que autores defienden y que quedan impresos para ser contrastados con el carácter y el juicio de cada quien. La biblioteca de hoy, la misma de hace quinientos años, sigue guardando el poder necesario para fortalecer el carácter y generar opinión. Para enriquecer argumentos y proponer pensamientos.
La biblioteca de hoy, seguro actualizada en textos y con algunas herramientas virtuales más, eventualmente mapas o historias bien contadas, es un espacio que se añora cuando no se tiene y se olvida cuando allí está.
Que esta columna justifique un paseo a la biblioteca y ojear algunos libros.