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Por David González Escobar - davidgonzalezescobar@gmail.com
En un editorial de 1997, El Tiempo describía al “manzanillo” como ese animal de la política que “por lo general, medra en los laberintos del pequeño poder (...) el que arregla, compone y negocia el pequeño detalle para sacar de él algún beneficio personal o para su jefe político”. Le atribuía estos poderes a, por ejemplo, el expresidente Virgilio Barco, de quien “las malas lenguas decían que era estadista en Bogotá y manzanillo en Cúcuta.”James Robinson, uno de los recién galardonados con el Nobel de Economía, estaría probablemente de acuerdo con esta dualidad política de Barco entre la capital y las regiones del país.
Curiosamente, Robinson ha estado estrechamente vinculado a Colombia durante muchos años a través de la Universidad de los Andes, por lo que gran parte de su producción intelectual se ha basado en el estudio de las dinámicas políticas del país, entre ellas un diagnóstico a mucha profundidad de lo que, para él, explica en gran medida el funcionamiento político colombiano, en “el cual las élites políticas nacionales, que residen en las áreas urbanas, particularmente en Bogotá, han delegado de manera efectiva el manejo de las zonas rurales y otras áreas periféricas a las élites locales.”Robinson, junto a Daron Acemoglu y Simon Johnson, ha recibido el máximo reconocimiento en Economía principalmente por su teoría que atribuye el desarrollo económico de un país al tipo correcto de instituciones políticas, una visión expuesta en su reconocido libro “Por qué fracasan los países”.
Plantean que, si las instituciones son “inclusivas” y fomentan la participación de la mayoría en actividades económicas que aprovechan sus talentos y habilidades, el país prosperará. Por el contrario, si las instituciones son “extractivas” y se centran en extraer recursos sin valorar el potencial humano, el país permanecerá en la pobreza.
Como ejemplo, destacan varias excolonias europeas: en las ricas, como Estados Unidos y Australia, la menor expropiación se debe a la instauración de sólidos derechos de propiedad durante la colonización; mientras que, en las pobres, como Nigeria y Pakistán, los derechos débiles de propiedad privada perpetuaron su pobreza.
¿Dónde entraría Colombia dentro de esta teoría de los premios Nobel? En “The Misery in Colombia” (2015), James Robinson atribuye las altas tasas de pobreza y violencia en Colombia a la persistencia de instituciones extractivas en la periferia, lo que ha llevado a que municipios como los del Cauca, La Guajira o Chocó presenten indicadores de vida comparables con los del África subsahariana.
Sin embargo, esta realidad periférica coexiste con instituciones democráticas muchos más inclusivas en ciudades como Bogotá y Medellín, dentro de una de las democracias más estables y duraderas de América Latina. Robinson argumenta que, para garantizar la gobernabilidad, centralizar recursos y evitar desafíos a sus intereses nacionales, las élites políticas de Bogotá han optado por delegar a las élites locales la libertad de gobernar como deseen, permitiendo que estas mantengan instituciones extractivas en las zonas rurales y otras áreas periféricas del país.
Esa dinámica explica cómo Virgilio Barco, formado en el MIT y reconocido como uno de los grandes modernizadores del Estado colombiano, podía al mismo tiempo actuar como “manzanillo en Cúcuta”, o cómo Juan Manuel Santos, quien se sentía como en casa en Londres y es capaz de discutir de tú a tú en la ONU sobre el Acuerdo de Paz, no tenía escrúpulos para buscar la reelección apoyándose en los votos de figuras como Musa Besaile y Ñoño Elías en Córdoba. Incluso alguien como Gustavo Petro, para ser elegido, tuvo que ceder a esta misma dinámica.
El político que logre romper con ese círculo vicioso será, sin duda, digno de un Nobel.