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Ernesto Ochoa Moreno
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Ernesto Ochoa Moreno

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Agonizar y morir en diciembre

Por Ernesto Ochoa Moreno - ochoaernesto18@gmail.com

Solo tal vez a un poeta se le ocurre agonizar y morir en diciembre. Como le pasó a san Juan de la Cruz, cuya fiesta fue el pasado miércoles, 14 de diciembre. De esa agonía y muerte quisiera hablar hoy, ya que aunque suene extraño, la época de Navidad tiene resonancias de eternidad.

Toda muerte es un dies natalis (día del nacimiento), como se le llama al morir en el latín del cristianismo primitivo. Para un cristiano la muerte es, debe ser, sinónimo de nacimiento. Morir es nacer. La muerte, pues, como nacimiento, como navidad. No es poesía, es teología, como bien lo entendió, digo yo, el delicado y hondo poeta carmelita español.

En el último mes del primer año de la última década del siglo XVI, en diciembre de 1591, el místico carmelita vivió los días finales de su existencia. Tenía 49 años. Y llegaba en ese diciembre a Andalucía para preparar su viaje a las Indias. Él se había ofrecido como misionero para venir a México. Al año siguiente se cumpliría apenas el primer siglo del descubrimiento del Nuevo Mundo por Colón.

El frágil y diminuto fraile llegaba a Úbeda, la ciudad andaluza que lo vio morir. O ni lo vería, tan desapercibido le gustaba a él pasar ante los demás. Venía enfermo, derrotado, frustrado, prácticamente expulsado y expatriado. Adjetivos dichos desde nuestra ladera, no desde la suya. Tal vez no fue que se ofreció, sino una jugada de sus enemigos para sacarlo de en medio. Su propuesta de salir del avispero en el que había llegado a convertirse la Reforma del Carmen Descalzo, iniciada por él y santa Teresa en 1568, dejaba el campo abierto al italiano Nicolás Doria y a quienes, contrariando los ideales de los dos fundadores, habían tomado las riendas de la recién nacida comunidad religiosa. Fue un capítulo oscuro de la historia de la orden que, a mi juicio, no ha sido superado ni siquiera a la vuelta de los siglos.

Voy a seguir esos últimos días de la vida terrena de san Juan de la Cruz, de la mano de un autor español, ya fallecido, que había nacido en Navarra en 1922, quien fue carmelita y escribió excelentes libros de poesía y otros temas teológicos y de espiritualidad. Son dos de sus libros que a mí me parecen luminosos para entender la figura, la obra y el legado espiritual y literario del fundador de los carmelitas descalzos. Me da miedo de que tal vez sea yo el último de los mohicanos que se ocupa de estas minucias de la historia que - me temo también -, ni a los mismos frailes ya les interesan. Mucho menos al resto de los mortales.

El autor al que me refiero, ya fallecido como se ha dicho antes, y a quien quisiera rendir un homenaje de fervoroso lector, es Anselmo Donázar Zamora. Las obras a las que me refiero son: Principio y fin de una Reforma, publicado en Bogotá en 1968 y Fray Juan de la Cruz, el hombre de las ínsulas extrañas (Burgos, editorial Monte Carmelo, 1985). De Donázar también he leído un libro excelente sobre Santa Teresa, Meditaciones teresianas, del que tendremos que hablar algún día. Porque ya el espacio se acabó y habrá que dejar para dentro de ocho días el prometido acompañamiento a los últimos días y horas del poeta místico del Carmelo

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