Transcurridos apenas ocho días del nuevo año, la noticia llegó en un mensaje de apenas dos palabras, “murió Byron”. Diez letras y una tilde bastaron. Y no por ser más esperada, su muerte fue menos impactante. Y no digo dolorosa porque algo en este hombre daba la idea de estar por encima incluso de la presencia terrenal.
Su figura alta y desgarbada lo hacía ver como un quijote sin Rocinante. Un quijote medio hippie. Su bigote manchado por el humo, su boina (que a veces cambiaba por un sombrero), su mochila, sus libros debajo del brazo y unos jeans que nunca le quedaron ajustados, lo hacían parecer el signo que abre una admiración. Pero su sonrisa generosa y su voz siempre fresca daban paso a una gran incógnita: imposible saber si tenía cuarenta años o setenta.
Byron White Ospina, un intelectual sin profesión conocida, “se trasteó en silencio y sin sus múltiples trebejos para otra parte”, como dijo Begow, uno de los amigos más allegados a él. Brilló como cronista en Universo Centro, con sus historias saboreadas del viejo Medellín, y como un contertulio de lujo, como lo evidencian las reacciones de sus amigos ante la noticia de su muerte: “Byron, tan cercano para unas cosas y tan lejano en otras; tan extraño como la escritura de su nombre y tan común como su rutina diaria. Escalador del universo, por fin llegó a la cima. Oyéndolo entendí que lo que no sé desborda mi normal intelecto. Le sacó brillo a mi opaco conocimiento en temas de alta alcurnia”. Jorge Iván Londoño. “Anda nuestro querido Byron disfrutando del cosmos al que siempre perteneció y de la libertad infinita de la que tanto predicó. Ha de sentirse de plácemes sin los trebejos que algún día nos estorban”. Gloria Luz Muñoz.
Byron, con seguridad sin proponérselo, logró hacer de su funeral un homenaje a la diversidad. Fue sorpresivo que lo despidieran con un rito cristiano, sin duda, pero cuando uno muere ya no hacen su voluntad si no la de otros. En una capilla del barrio Prado Centro, testigo de todos sus pasos, reunió a un grupo bastante variopinto. Allí, movidos por el cariño, la amistad, el agradecimiento o las simples ganas de despedir de este mundo a un ser humano con el que compartimos algunos tramos del camino, nos dimos cita los convencionales, los del medio y los alternativos, medio hippies como él, y lo digo con respeto. Cada uno participando a su manera, o sin participar en absoluto, sin estorbarnos y sin ofendernos para nada en ese cuasi evento social que son unas exequias, sin importar qué tan cerca o tan lejos estemos de las ideas, los dogmas o las ideologías de los demás, como debería ser siempre la vida, respirando el mismo aire y compartiendo la abundancia de la diversidad, porque las diferencias no solo forman parte de la vida, sino que la enriquecen, aunque nos cueste entenderlo. O si no que lo diga Byron, para quien va un deseo: Que el Universo lo tenga en su centro.