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Elbacé Restrepo
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Elbacé Restrepo

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ALGO SALIÓ MUY MAL EN ESTE PARTO (1)

Por Elbacé Restrepo

elbaceciliarestrepo@yahoo.com

El título de este artículo explotó en mi cabeza cuando leí un anuncio en una página de regalos que decía: “[...] Y tengo otro material más económico como para regalitos de los celadores aseadoras profesores etc” (Sic). Fue mi manera menos brusca de decir... bueno, ya saben.

¡Dios, por qué! ¿Por qué somos tan segregacionistas, clasistas, arribistas y humillativos? Y que se note el plural, porque me incluyo. Hace un tiempo escribí esta confesión para la revista Mirador de Suroeste, que comparto con ustedes en dos entregas, y está basada en un hecho real que me pesa como una pilona del metrocable.

Corría el año 1970 y pico, yo estaba chiquita y llevaba meses yendo a la catequesis cada sábado para preparar mi alma, mi espíritu y mi corazón (“en una palabra todo mi ser”), para recibir a Jesús hecho hostia.

La catequista se llamaba Ángela, una jovencita unos pocos años mayor que aquel grupo de niños que íbamos a prepararnos para el magno evento. Ángela, un amor con ojos azules, además de enseñarnos a recitar a la perfección El acto de contrición, el yo pecador, los sacramentos, los mandamientos de la Santa Madre Iglesia, el Credo, los cánticos para cada ocasión litúrgica y a ser personas dignas de recibir el cuerpo y la sangre de Cristo, haciendo un énfasis especial, muy reiterado, en que la primera comunión era un acto de fe en nuestra vida de creyentes y que era pecado centrar la expectativa en recibir regalos.

A mí esto me pareció muy difícil. Por más que lo intenté, no pude borrar del todo la alegría secreta que me producía pensar en ello. Me propuse confesarle al padre aquella falta tan grave, si es que llegaba con vida a la confesión, pues cada vez que imaginaba estar arrodillada frente a él, creía morir de un dolor de estómago en todo el cuerpo, ¡qué nervios! Muchas veces hice el ejercicio de listar mis pecados, que no pasaban de dos o tres, y me parecían tan veniales que hasta pensaba en inventarme alguno más grave y después confesarme de decir mentiras, para que valiera la pena. Sobreviví a la confesión, pero el estado de pureza fue bastante efímero, pues muy pronto volví a ser una vulgar pecadora más.

Dado que en esa época las tarjetas de invitación eran cosa del futuro, mi mamá me dijo que invitara a algunas de las amigas de la escuela a un “refresco”, como les decían a las celebraciones, porque decir fiesta sería muy ostentoso. Lo mío era un bizcocho, un vasito de helado y pare de contar. Nada de decoración, recreacionistas, payasos ni sorpresas, pero yo no cabía de la emoción, aunque me tallaba la culpa por estar soñando a toda hora con esos benditos regalos que deshonraban el compromiso adquirido con mi fe.

Así que yo, muy obediente, me paré frente a todas las niñas del salón y dije, textualmente: “El domingo voy a hacer la primera comunión. Vayan todas al refresco, menos Fulana”.

Esta triste historia continuará....

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