Han pasado 50 años desde que se publicó como libro “Relato de un náufrago” y 65 desde que El Espectador decidió publicar en 14 entregas la historia de Luis Alejandro Velasco, el único marinero del destructor Caldas que sobrevivió 10 días en altamar. Aquel 5 de abril de 1955, cuando iniciaron las entregas, Gabriel García Márquez era un joven que soñaba con ser escritor y, como buen periodista, desconfiaba del náufrago que era tratado como un héroe de la publicidad: “Chicles Clark’s me ayudaron a sobrevivir...”, decía un anuncio. Relojes Mido, zapatos Croydon, en fin, se aprovecharon del personaje y él se aprovechó de ellos para pagar sus estudios y montar una empresa de transportes.
Sin embargo, cuando llegó a ofrecer su historia al periódico de la familia Cano, una corazonada del director de aquel entonces le ofreció seis veces lo que en ese momento era un salario mínimo, y García Márquez, a pesar de que creía que el marinero sería capaz de inventar cualquier cosa por dinero, y que el gobierno le había señalado muy bien los límites de su declaración, tuvo que sentarse para reconstruir en detalle la odisea. El resultado: una historia que hoy todavía se recuerda por sus diversos matices.
En un momento en el que todavía García Márquez no podía vivir de sus libros, decidió por una razón humanitaria entregarle a Velasco el dinero producto de la venta del libro. Así se hizo durante 14 años, hasta que un abogado instó al marino a pelear por los derechos. Es decir, a tener la propiedad intelectual del relato, para poder negociar a su antojo con él.
Y aquí viene lo que me interesa recordar de este asunto. El defensor de los derechos de Gabo, el abogado Alfonso Gómez Méndez, pidió en el juicio una prueba simple y le propuso al marinero Velasco redactar un pequeño párrafo con la descripción del momento en que una ola llega y muere en la playa, una realidad mil veces vista. El intento del hombre fracasó cuando su redacción burda se comparó con el texto del libro y se comprobó que no era un problema de redacción sino de mirada el que hacía la abismal diferencia: el escritor veía más allá de lo que registraban los ojos del marinero. Recordar esto me emociona, pues como lo dijo Javier Darío Restrepo en su Consultorio Ético, “las diferencias de mirada no son solo de enfoque, de ángulo o de luminosidad. Hay miradas que no ven, la del fabulador es una mirada que ve lo que otros no logran ver”. Por esa sencilla razón es que a nuestro querido premio Nobel de Literatura le debemos tanto y es bueno recordarlo las veces que sea necesario .