La violencia en Colombia es un elemento que se refleja a diario en las calles: atracos, cobro de cuentas, riñas y toda clase de expresiones, en donde no solo se exhibe la agresividad del individuo, sino también la presencia de armas: las de fuego, los cuchillos, los destornilladores, las navajas, etc.
El hecho de que la Policía de Bogotá en una sola campaña que denominó “Desarme por la vida” haya incautado tres toneladas entre armas de fuego, traumáticas y blancas, resulta ser una clara señal de que los ciudadanos vivimos en la calle con la daga en el cuello. Por eso hemos llegado al extremo de que salir con un celular en la mano, o con un reloj de determinada marca, o con una cadena al cuello, puede ser un motivo suficiente para perder no solo el objeto que se porta, sino la vida.
Pero el delito nos acecha en todas las esferas. Las mismas autoridades han dicho, en otro escenario, que en la campaña naval “Orión VII” fueron decomisadas más de 116 toneladas de cocaína, 95 toneladas de marihuana y encontrados y destruidos 780 laboratorios, y afectaciones a las finanzas de grupos ilegales por 7 500 millones de dólares.
Estas cifras indican el poder aterrador del delito, que nos lleva a todos los escenarios posibles, pues hasta en los partidos de fútbol se observa la presencia impresionante de los vándalos, que están dispuestos a accionar armas por cualquier manifestación de júbilo o victoria.
Es también la razón por la cual la convocatoria de una marcha pacífica de protesta se convierte en destrucción de sistemas de transporte, pedreas contra toda clase de edificaciones y heridos y muertos en todos los escenarios, donde es clara la presencia de toda clase de armas, e inclusive de artefactos explosivos.
Todo nos lleva a pensar que la violencia se impone y que el ciudadano común está cada vez más humillado y expuesto a que cualquiera de estas manifestaciones lo agreda y le ponga su vida en peligro. La defensa de la vida, honra y bienes, tal como lo ordena la Constitución Política, queda como letra muerta en el papel, frente a la dramática y cruel cadena de hechos que marcan la vida cotidiana de las ciudades.
La calle no es el lugar amable para transitar y disfrutar una ciudad, sino el escenario del crimen; el ocasional y el organizado, ambos mortíferos, que están acabando con la paz y con la vida.
Esto necesita un estado de cosas de verdadera emergencia social; el ciudadano no se puede mover en medio de pistolas y cuchillos amenazantes. Hay que hacer algo urgente
(Colprensa)