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Humberto Montero
Columnista

Humberto Montero

Publicado

Ayuno amazónico

Por humberto montero

hmontero@larazon.es

Con la panza bien llena es mucho más sencillo practicar el altruismo. Millones de personas claman en las redes contra la devastación de las selvas amazónicas mientras devoran un buen churrasco con patatas y así es normal que Bolsonaro se descojone de nosotros.

Ahora que uno anda de vacaciones por las costas andaluzas de Huelva, pegadito al Algarve portugués y al Puerto de Palos, de donde salieron la mayoría de sus antepasados hacia las Indias, uno tiene tiempo hasta de poner la oreja y cotillear un rato para ver qué le ronca al personal. Pues bien, por todas partes se escuchan comentarios del tipo “como sigamos así, nos cargamos el planeta”, mientras la gente se lleva a sus casas cubos enteros de chirlas de la orilla del Atlántico, sin tan siquiera cribar a las más chicas.

Aunque no lo parezca, esto tiene mucho que ver con los fuegos de la Amazonia. Verán, siendo uno crío, en el siglo pasado pero no hace tanto, la bajamar dejaba al descubierto millares de coquinas y chirlas semienterradas en la arena aún húmeda en las norteñas playas del Cantábrico, donde veraneábamos siempre. Solo había que remover un poco y las conchas quedaban al descubierto. Así fue durante algunos años, hasta que el turismo masivo acabó con todo, incluida la marabunta de cangrejos que de chavales capturábamos en las rías de Santoña, junto a Laredo. Creía que ya nunca iba a ver conchas de nuevo en las orillas del mar. Sin embargo, al sur, en las playas de Ayamonte, la última frontera semivirgen que nos queda en la costa española, he descubierto que el Atlántico aún preserva algo de vida en sus riberas. Lo que no sé es lo que aguantará la cosa, con miles de personas cogiendo conchas de cualquier calibre cada día durante todos los veranos.

Y eso es exactamente lo que ocurre en el Amazonas, que la gente agarra lo que cree que es suyo o de todos, lo mismo da. Si algo no tiene dueño, enseguida corremos a poseerlo. Y lo que es peor, no siempre por necesidad, sino para evitar que sea otro quien lo atesore.

No dudo de la buena voluntad de todos los que, como un servidor, nos interesamos por la salud de nuestra verdadera casa, la Tierra. Pero no basta con expresar nuestra preocupación con algo tan superfluo como un comentario en internet. La mayoría de nosotros somos urbanitas. Como el 55 % de los terrícolas, hemos nacido o vivimos entre asfalto. Nuestro desconocimiento del mundo natural y del impacto de nuestra forma de vida en el planeta es, por tanto, gigantesco. La ONU estima que para 2050 casi el 70 % de la población mundial vivirá en ciudades. Para entonces seremos casi 10.000 millones de personas, por los apenas 2.500 millones de 1950 o los 5.000 millones de 1987. Nunca la Tierra habrá aguantado tanta presión humana. Con 10.000 millones de personas tratando de alimentarse todos los días, el 70 % de ellas sin vínculo alguno con el campo, es necesario que convirtamos en troncal una asignatura sobre el medio natural, su preservación y el consumo responsable, sin dogmatismos ni estridencias, al mismo nivel que las matemáticas.

“Tenemos que ser conscientes de que los mangos del Brasil que se desparraman en nuestros supermercados no crecen en la estratosfera. Que las conchas que arrancamos de las orillas son finitas. Y que los verdes prados donde pastan los filetes con patas que luego nos comeremos fueron una vez bosques vírgenes. Así que, o aprendemos a ser frugales o mejor cerramos todos las bocas. Al menos así dejaremos de tragar por un instante. Ayuno o fuego.

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