Yo sí quedé desconcertado con el anuncio de la Corte Constitucional que habilitó de nuevo el consumo de licor y otras sustancias en espacios públicos. En resumidas cuentas, otra vez se abrió una puerta que, por lo menos, tenía la loable intención de librar parques, calles de los barrios y las cercanías a instituciones educativas, del asedio de los vicios.
No es un asunto de mojigatería. Tampoco se trata de estigmatizar a un borrachito o a un baretero colgándoles el lastre de delincuentes. Sin embargo, hay que ser consecuentes con la realidad. Sin vueltas: el consumo desmesurado de alcohol y sustancias psicoactivas sin control, tienen una correlación directa con la inseguridad y la violencia que tanto nos han agobiado.
Recuerdo, entonces, a los directivos de una empresa que se jactaban de orgullo porque habían dado un parque a una comunidad. Casi que asemejándolo con el Central Park de Nueva York, decían: “Este será el espacio por excelencia para la gente, un sitio donde los jóvenes harán ejercicio y se salvarán de las malas tentaciones”.
Pero el lugar se convirtió en una oficina de los viciosos y los borrachos. Puros pelaos ahí sentados en los jueguitos y en las banquitas, pero fumando y tomando. De ahí en adelante, vinieron los atracos y las peleas. La comunidad odió el regalo. Claro, era el lugar perfecto en el que un montón de pelaos desesperanzados profundizaban en sus adicciones, las únicas que los abstraían efímeramente de su realidad.
Hombre, los drogadictos y borrachos del común en Colombia no son intelectuales, bohemios ni artistas que van por ahí buscando el amor y el zeigest, que esta insulsa tierra no les brinda y que con una ayudita de los alucinógenos y el alcohol, pues los pueden sentir más cerquita. Son muy distintos o si no que lo digan las mamás que vieron salir a sus hijos de las casas a jugar futbolito al parque y se los devolvieron viciosos por culpa de las malas compañías.
La Corte Constitucional ha sido valiente al sentar palabra con posiciones progresistas y de avanzada amparándose en el libre desarrollo de la personalidad. Pero esta vez, que quiere proteger el derecho individual del que quiere fumarse un bareto o meterse un lamparazo en el espacio público, no pinta bien porque de Dinamarca a Cundinamarca hay un trecho gigante.
Esto es Colombia not Columbia. De alguna forma hay que entender la desconexión tan grande entre el sueño utópico de una sociedad armónica y la compleja realidad en la que vivimos. Aquí debe primar el derecho generalizado a encontrar entornos tranquilos y seguros, que tanta falta le hacen al país para que su gente sienta confianza en los otros. Si es así, créanme que a un padre no se le hará un ocho la cabeza explicándole a su hijo por qué el parque huele como raro.