Durante semanas, el presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, instó a sus seguidores a tomarse las calles. Así que el 7 de septiembre, el día de la Independencia de Brasil, casi esperaba ver a multitudes de personas armadas con camisetas amarillas y verdes, algunas de ellas con sombreros peludos y cuernos, que asaltaran el edificio de la Corte Suprema, nuestra propia imitación del disturbio en el Capitolio. Afortunadamente, eso no fue lo que sucedió. Pero los brasileños no se salvaron del caos y la consternación.
Para el señor Bolsonaro, fue una muestra de fuerza. En la mañana, dirigiéndose a una multitud de unas cuatrocientas mil personas en Brasilia, dijo que pensaba usar el tamaño de la multitud como un “ultimátum para todos” en las tres ramas de gobierno. En la tarde, en una manifestación de ciento veinticinco mil personas en São Paulo, el presidente se refirió a las próximas elecciones de 2022 como una farsa y dijo que ya no acatará las sentencias de uno de los magistrados de la Corte Suprema.
Parece ser parte de un plan. Al buscar pelea con la Corte Suprema en particular, Bolsonaro está tratando de sembrar las semillas de una crisis institucional, con miras a retener el poder. El 9 de septiembre trató de retroceder un poco y dijo en una declaración escrita que “nunca tuvo la intención de atacar a ninguna rama del gobierno”. Pero sus acciones son claras: efectivamente está amenazando con un golpe.
Tal vez esa es la única salida para él. Las payasadas del presidente, sus problemas en las urnas y la amenaza por la perspectiva de un juicio político son señas de desesperación. Pero eso no significa que no pueda tener éxito.
Bolsonaro tiene buenas razones para estar desesperado. El mal manejo por parte del gobierno de la pandemia covid-19 ha resultado en la muerte de 587.000 brasileños; el país enfrenta tasas récord de desempleo y desigualdad económica, y también se ve afectado por el aumento de la inflación, la pobreza y el hambre. ¡Ah!, y también se avecina una enorme crisis energética.
Eso ha hecho mella en la posición de Bolsonaro ante los brasileños. En julio, su índice de desaprobación aumentó al 51 %, su marca más alta, según el Instituto Datafolha. Y antes de las elecciones presidenciales del próximo año, las cosas no se ven bien. De hecho, las encuestas sugieren que va a perder. Luiz Inácio Lula da Silva, el político de centro izquierda y expresidente, está cómodamente superando a Bolsonaro. Tal como están las cosas, Bolsonaro perdería ante todos los posibles rivales en una segunda vuelta.
Esto explica el entusiasmo de Bolsonaro por impulsar acusaciones infundadas de fraude en el sistema de votación electrónica de Brasil. (¿Le suena familiar a alguien?).
Luego está la corrupción. Se han hecho un número creciente de acusaciones de corrupción contra el presidente y dos de sus hijos, quienes ocupan cargos públicos.
En este contexto de ineptitud y escándalo, los eventos del 7 de septiembre fueron un intento de distraer y desviar la atención y, por supuesto, de cimentar las divisiones.
Los esfuerzos para destituir a Bolsonaro por medios parlamentarios están estancados. Aunque la oposición ha presentado hasta ahora 137 solicitudes de juicio político, el proceso debe ser iniciado por el presidente de la cámara baja, Arthur Lira, quien no parece dispuesto a aceptarlas. Solo enormes protestas públicas pueden romper el estancamiento.
No hay tiempo que perder. Las manifestaciones de la semana pasada no fueron simplemente un espectáculo político. Fueron otra movida más para fortalecer la posición de Bolsonaro para una eventual toma de poder antes de las elecciones del año entrante. No consiguió exactamente lo que quería. Las cifras, aunque sustanciales, fueron mucho más bajas de lo que esperaban los organizadores, pero él lo seguirá intentando.
El 7 de septiembre marca ahora otro momento importante en la historia de Brasil, cuando los objetivos totalitarios de nuestro presidente se hicieron inequívocamente claros. Para nuestra joven democracia, podría ser una cuestión de vida o muerte