Un mes después de que la primavera haya dado comienzo en España, los caminos que conducen a Santiago empiezan a llenarse de peregrinos. Durante casi doce siglos, personas de todos los rincones del mundo han emprendido alguna de sus diez rutas, que contienen decenas de etapas, para llegar desde un punto geográfico determinado hasta la catedral de Santiago de Compostela, donde se supone que reposan los restos del santo.
La experiencia, que ha superado el fenómeno religioso y se ha convertido en una práctica cultural, vivió una primera época de oro entre los siglos XI y XIII, cuando peregrinos de Francia, Italia, el centro y el este de Europa, Inglaterra, Alemania y todo lo que se conocía como Hispania llegaban a pie, a caballo o en barco. Luego sufrió altibajos, por supuesto, según las distintas crisis sociales que se iban presentando a lo largo de la historia. Pero siempre ha habido una constante desde la Edad Media: la acogida al peregrino como aspecto fundamental de esta vivencia. De ahí los hospitales que se fundaron en esa época y la red pública de albergues que sigue en funcionamiento hoy en día.
Asombrosamente, este siglo XXI, tan tecnológico, autosuficiente y proveedor de gratificaciones instantáneas, ha despertado una inquietud inusitada por desandar los caminos. En el 2019, 350 mil caminantes transitaron alguna de sus rutas y el año pasado, sin que aún se hubiera terminado lo más duro de la pandemia, casi 180 mil peregrinos obtuvieron su Compostela, una especie de pasaporte que van sellando en diferentes etapas del camino y que demuestra que han hecho alguno de los tramos.
Pero, más que datos, sellos y kilómetros, lo que convierte en indispensable este viaje es ese caminar para encontrarse con uno mismo. En un documental de la Deutsche Welle, Manolo Hernández contó que a sus 65 años y tras pasar el covid, emprendía su camino número 99 por razones puramente existenciales. Caminar durante esos días y dejarse guiar por la naturaleza y los impulsos constituyen la verdadera desconexión mental que muchos buscan. Y aunque las razones para emprender el camino vayan desde lo religioso hasta lo deportivo, pasando por lo espiritual o lo turístico, el resultado siempre es el mismo: la gratificación que da el esfuerzo. Solo hay que experimentarlo para entenderlo.
Caminar, comer, descansar y vuelta a empezar el día siguiente. Entender qué significa ir liviano de equipaje y cargar solo lo esencial. Poner la mente en blanco o reflexionar sobre algo que inquieta o duele. Calmar el alma, encontrarse en el silencio, retarse físicamente. Todo eso puede suceder durante los días que dura esta experiencia. Como mencionaba Hernández en el documental, “saber dónde están los límites en la caminata implica saber dónde están los límites personales”. Y ese conocimiento es útil ante cualquier tarea que se quiera emprender.
Para todos aquellos que se disponen a emprender alguna ruta, ¡buen camino!