Tengo una percepción que voy comprobando a medida que pasa el tiempo, y quiero compartir por este medio. No es un estudio sociológico, pero sí puedo decir que lo he comentado con varias personas y muchas de ellas coinciden en que sí es una novedad que está ocurriendo. Antes de decir cuál es, cuento una anécdota personal:
Durante varios años fui promotora de ventas en una empresa que tenía participación de inversionistas belgas. Ejecutivos de la empresa matriz venían a Bogotá y Medellín, y con la sequedad que los caracterizaba, comentaban las diferencias de ambiente en las dos ciudades. El señor Etienne, habituado a la lluviosa Bruselas y a la frialdad de la gente en su país, un día comentó lo que a su juicio era el distintivo de los paisas: “En ninguna otra parte he encontrado tanta gente que muestre mayor alegría al estar trabajando”. Le dijimos que ampliara su conclusión, y dijo que aquí veía alegría en el trabajo prácticamente en cualquier parte, desde las señoras de los tintos, los mensajeros, hasta los gerentes. Eso nos lo dijo hace 18 años.
La novedad que estoy viendo es que esa alegría se acabó, o se está acabando. Veo muchos empleados mirando el reloj todo el rato, desesperados por acabar la jornada, comentando en voz alta cuántos minutos les faltan por salir, o impacientes porque el usuario (comprador, cliente, cualquiera que esté por pagar) se demora, hace preguntas o quiere ver bien el producto, o saber cómo es el servicio. Es verdad que la vida se hace cada vez más compleja, las mujeres tienen cargas enormes fuera de su trabajo. No hay que generalizar, pero la alegría en el trabajo y por tener trabajo parece ser otra de aquellas cosas buenas que quedaron en el pasado