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Ernesto Ochoa Moreno
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Ernesto Ochoa Moreno

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Canto mustio para un caballo viejo

Por Ernesto Ochoa Moreno - ochoaernesto18@gmail.com

Siempre me han impresionado los caballos viejos. Se morían de tristeza en el campo, rodeados por un halo de grandeza desleída, con sus apagados vigores y sus fuerzas garañonas ya desvanecidas, reviviendo tal vez en su testuz recuerdos de amor brutal y potente, ya apagados sus bríos.

Esos caballos viejos eran como sombras familiares. Nos dolía verlos deambular solitarios por los alrededores de la vieja casona de los abuelos, buscando y casi suplicando cercanías y caricias. Unidos en una extraña ternura avergonzada esperábamos a que de puro viejos se murieran para no tener que llamar al veterinario (era infame hablar de matarlos) y así no tener que seguir viéndolos desmoronarse sin remedio.

El vocablo latino “vetus”, que significa viejo, de donde viene el diminutivo “vetulus”, que da origen al adjetivo español “viejo”, proceden también, por un lado “veterano”, que era el soldado ya retirado de la milicia, y “veterinario”, que era el encargado de cuidar las “veterinae”, llamadas así las bestias de carga, “que eran animales viejos, impropios para jinetes”, como dice Corominas en su clásico diccionario de etimologías.

Y esta imagen de los caballos viejos trae a la memoria una escena vivida hace ya mucho tiempo. Escena que, por lo demás, se repite casi a diario en al servicio público. Veo ahí a ese anciano subiéndose a la buseta con dificultad. Casi se cae. Algunos buses de Medellín parecen mulas retrecheras. Al primer zurriagazo corcovean y brincan y los pasajeros se ven lanzados contra los asientos o sobre otros viajantes apretujados en los pasillos.

Arrancó, pues, la buseta y los setenta y cinco años de este anciano (esa, supuse, era su edad) fueron zarandeados sin misericordia hasta que se desgonzó, como un bulto que se descarga torpemente, en un asiento de la parte de atrás. Al sentirse observado por los pasajeros, se le dibujó una mustia sonrisa entre las arrugas de su cara y, como disculpándose de que la sociedad lo tratara tan mal, simplemente anotó: “Uno ya no oye ni ve; como los caballos viejos”. Y pensé entonces, y sigo pensando, que sí, que así trata nuestra sociedad a los ancianos: como a los caballos viejos.

No se puede ni se debe generalizar, por supuesto. Hay viejos que gozan de una feliz ancianidad, rodeados y queridos por sus familias, gozando de una feliz “abuelidad” con sus nietos, bien atendidos médicamente, con suficientes medios para soportar o paliar el normal deterioro de los años, con asistencia y compañía caritativas los más afortunados. Pero los hay, y son muchos, tal vez los más, que son tratados por la sociedad, por las instancias gubernamentales y hasta por las propias familias, como táparos viejos que no sirven para nada, hundidos en una soledad amarga, desesperanzada, náufragos del abandono, la enfermedad y el olvido.

P.D. “La vejez también puede ser antes que un atardecer definitivo, una resurrección, la resurrección de la vida asfixiada por el monstruo amable de los tiempos de juventud y madurez. La vejez también es ese punto de anclaje en el que cada recién llegado a la vida puede echar alma. Todas estas observaciones convergen en un interrogante: ¿por qué es tan importante salvar la vejez del clima inmortalista que nos rodea, del jovenismo y de la amenaza del gerontocidio? La respuesta resplandece por su verdad: porque vemos en la salvación de la vejez la condición que hace posible la salvación mediante la vejez”. (Palabras finales del libro Bienaventurada vejez de Robert Redeker). .

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