Sin saber muy bien por qué, he dilapidado todo el fin de semana enfurruñado como un mono en celo. Hasta que alguien me avisó de la muerte de un colega de profesión, columnista para más señas primero en La Razón, luego en Abc y estos últimos años en El Mundo, todos ellos diarios madrileños. David Gistau era su nombre, y aunque a ustedes no les suene de nada y les importe un pito el deceso del colega, quiero aquí glosar su nombre no porque fuera amigo mío, sino para dignificar el trabajo de todos cuantos nos dedicamos al noble oficio de juntar letras, de informar, de reflexionar y, de vez en cuando, de pensar. Gistau tenía 49 años y deja cuatro hijos y una mujer, argentina, que le recordarán con cariño mientras vivan.
Cuando yo llegué a La Razón, él era ya dueño de la contraportada del periódico. Desde su columna, zurraba a diestra y siniestra a todo quisqui sin importarle los galones que lucieran ni las ínfulas que blandieran. Parecía por encima del bien y del mal. Desde un diario conservador y monárquico, se atrevía a llevar la contraria a la línea editorial, al director, al presidente y hasta el mismísimo sursuncorda. Sus órdenes eran esas. Ser el “enfant terrible” del columnismo español y prepararse para heredar el trono de otros grandes cronistas, cuya edad les estaba empujando al retiro, en el mejor de los casos.
Pero David no se conformó con la placidez del gin tonic y la butaca acolchada desde la que escribir deliciosas burlas al poder. Quiso ser periodista y, por culpa de ese deseo, le birló a un servidor, entre otros, el anhelo de cubrir la invasión de Afganistán. Así que, por mucho que adelanté mi regreso de tierras suramericanas, donde me encontraba reporteando, para postularme a mi primera guerra, David me pisó la aventura. No en vano, él era la estrella. Y así fue como, aunque quizá nadie se acuerde, comenzamos a tratarnos. Epistolarmente. Él enviaba las crónicas desde la ciudad fronteriza de Peshawar como buenamente podía y la infantería de reserva, al otro lado del frente, se la editaba. Crónicas con un hálito narcótico, “vietnamizadas” por el alcohol que vaya usted a saber de dónde sacaban David y sus compinches. Allí, tratando de cruzar de Pakistán a suelo afgano, conoció a su primera esposa, argentina también. De allí se la trajo para España, donde recaló a mi vera el tiempo justo para armar otra guerra, en la que tampoco me enrolé a tiempo. Fue ella la llamada a filas. Quizá porque sabía árabe o urdu. Quizá porque era su chica. Quizá porque era hermosa. El caso es que fue ella quien cubrió la segunda entrega de las guerras contra Al Qaeda. Y desde Irak llegaron decenas de crónicas que salpimenté con pólvora, vísceras y ardor desde la placidez de una redacción en la que casi vivía como león enjaulado. Y volaron también un buen puñado de entrevistas arriesgadas que me descubrieron a una excelente compañera.
Mientras, David volvió a lo suyo. A reinar en la planta noble del columnismo, desde donde se convirtió en el rey sol de la taxidermia política patria. Instaurado su absolutismo, voló a otras cabeceras desde las que siguió sentando cátedra de este género periodístico tan complejo que entremezcla información, análisis y opinión en partes milimétricamente calculadas, como los Dry Martini de James Bond.
Un mal golpe practicando boxeo ha truncado su buena estrella. Se va un columnista genial, un gran madridista y un vividor “premium”. Lo que me recuerda que no merece la pena malgastar un solo segundo de la vida encabronado. Mejor amar a tumba abierta. Carpe Diem .