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Ernesto Ochoa Moreno
Columnista

Ernesto Ochoa Moreno

Publicado

Ceniza enamorada

Por ERNESTO OCHOA moreno

ochoaernesto18@gmail.com

Tal vez no haya más desoladora imagen de la fragilidad y la fugacidad de la vida que una urna cineraria con las cenizas de un ser querido. Y, depositado ya los despojos ante el altar en las exequias, no hay mayor demostración de abandono. Del abandono que es, debe ser, acaba siendo, la existencia del hombre cuando se desgonza definitivamente en las manos de un ser superior, del Dios en quien se cree.

Lo viví estos días en un luto familiar. Y recordé unos versos de Quevedo. “Alma a quien todo un Dios prisión ha sido/, venas que humor a tanto fuego han dado/, médulas que han gloriosamente ardido/, su cuerpo dejará, no su cuidado/; serán ceniza, mas tendrá sentido/; polvo serán, mas polvo enamorado/.

Ceniza enamorada. “En la tarde de la vida te examinarán en el amor”, dijo san Juan de la Cruz. Y como la tarde de la vida no es otra cosa que el morir, toda despedida definitiva, la de uno y la de los demás, es una vivencia de amor, un examen de amor. Mézclense con lo que se quiera, tristeza, dolor, incomprensión, rebeldía, impotencia, hasta odio o falta de perdón, todos los sentimientos que desata el tsunami de la muerte tocan la raíz honda que define la condición humana, que es el amor. Llorar por un ser que ha muerto es, siempre, un llanto de amor.

A simple vista, desconsuela a los dolientes -y a uno mismo al pensar en su propia muerte- imaginar el tenebroso trasiego de un cadáver que conlleva la cremación. La iglesia católica se abrió a esta práctica apenas en la segunda mitad del siglo pasado. Las nuevas visiones teológicas del Vaticano II ayudaron a que el pueblo cristiano la aceptara y la incorporara en su espiritualidad escatológica.

La cremación me parece más noble, más acorde con la dignidad del cuerpo humano. Mucho más que la inhumación, el enterramiento. Cadáver, según algunos, nace en su etimología, de una expresión latina: “caro data vermibus” (carne dada a los gusanos), conformando el vocablo las dos primeras letras de cada palabra latina: ca-dá-ver. Ciertamente es más dignificante el fuego que la putrefacción. Duro decirlo, pero es así.

La muerte es derribamiento. Pero no es el final, no es el fracaso. Es la culminación de la vida, y toda culminación es plenitud aunque implique agotamiento, terminación. La muerte es implosión. Al morir nos derrumbamos sobre nuestro propio centro. Que es Dios. No somos polvo, ceniza, nada (“pulvis, cinis, nihil”), que leí alguna vez como epitafio de una tumba sin nombre en una iglesia romana. Vivimos y morimos amenazados de resurrección. Somos semilla de eternidad. Ceniza sí, pero ceniza enamorada

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