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Horas antes de que estallaran las protestas en Santiago de Chile el pasado 18 de octubre, me encontraba en un panel, paradójicamente sobre la amistad cívica que tenía lugar en la antigua sede del Congreso, en la capital chilena.
Una de las ponentes, Bárbara Figueroa, presidente de la Central Unitaria de Trabajadores, habló de que existían dos chiles: “uno institucional, el Chile del espacio mediático (TV radio prensa), el Chile que se pronuncia en las redes sociales y (de otro lado) el Chile que no habla en esos espacios” y se lamentó de la “ausencia de los espacios que tienen el valor de convocar a los actores a dialogar”.
Y al salir de este panel, vi cómo ese segundo Chile estalló en medio de una masiva protesta cuyo detonante (y no única causa) fue el alza de los pasajes del metro en 30 pesos chilenos (142 pesos colombianos). Luego nos fuimos enterando que la revuelta iba mucho más allá de lo que veían nuestros ojos, que ocurría simultáneamente en diferentes comunas de la capital chilena y que las seis líneas del metro habían dejado de funcionar. Fue una larga noche que antecedió un luctuoso fin de semana en el que las barricadas se extendieron a las diferentes regiones del país.
Durante la semana que pasó centenares de estudiantes habían protestado evadiendo el pago de los pasajes del transporte público, sentándose masivamente en las líneas del metro con los pies colgando para detener así el paso de los trenes. Pero el viernes entendimos que no se trataba de una protesta ciudadana más, que el alza de los pasajes (que por cierto, no afectó la tarifa económica de los estudiantes) era solo la punta de un iceberg. Fue el detonante para protestar, como dijo la corresponsal en Chile del diario El País de España, por “pensiones indignas, salud precaria, sueldos miserables, educación de mala calidad, licencias médicas por depresión, deuda universitaria vitalicia, sueldos de la élite política, delincuencia sin control, empleos precarios, Pagogate y Milicogate [los escándalos de corrupción en Carabineros y el Ejército, respectivamente]”.
Ese otro “Chile” estalló para despertar a varios gobernantes de la desconexión con la realidad. Y aunque es positivo ver las medidas que están tomando para enfrentar los legítimos reclamos de tantos ciudadanos, nada justifica la violencia cuyos mayores perjudicados son, irónicamente, las personas más humildes (por quienes los manifestantes supuestamente abogan). Aquellos que vivían de su negocito junto a las estaciones del metro y que hoy está calcinado, aquellos que hoy no tienen cómo transportarse para llegar a su lugar de trabajo (el metro de Santiago movilizaba casi 2 millones de usuarios diarios), aquellos que han tenido que hacer filas kilométricas para realizar las compras básicas, aquellos que hoy están pasando hambre porque cuando salieron a comprar encontraron el supermercado cerrado (¡o calcinado!), o los alimentos de primera necesidad agotados y lo que es peor, aquellos que hoy están enterrando a sus seres queridos, muertos en medio de la revuelta.
Ojalá que el estallido de esta crisis sea el momento de unir a los dos chiles para acabar así con el resentimiento y la indiferencia, dos graves heridas que arrastra el pueblo chileno y que tienen hoy colapsado a esta nación que hasta el pasado jueves gozaba de una aparente calma.
