En octubre de 2018, Canadá se convirtió en el segundo país del planeta en legalizar el cannabis de uso recreativo. En enero de este año, abrió las puertas a la prescripción de psicodélicos para tratar la depresión o ansiedad. Y desde el primer mes del año entrante, los ciudadanos de una de sus provincias, Columbia Británica, podrán llevar en sus bolsillos hasta 2,5 gramos de drogas duras como opioides, cocaína, metanfetamina o éxtasis.
Así es como hace frente este territorio a una de las crisis más dramáticas de su historia: la sobredosis de opiáceos. En ese lugar seis personas mueren al día por esta causa. Para ponerle cara al drama, implementarán un piloto por tres años que busca tratar las adicciones en lugar de encarcelar a los consumidores.
Para este distrito está claro que solo se puede combatir aquello de lo que se habla. Al sacar estas drogas de la prohibición extrema, se elimina la barrera para hacer campañas de comunicación, educación y acompañamiento a los consumidores, tal como ha sucedido con el tabaco. El cigarrillo es el único consumo que cae en el mundo, en las últimas dos décadas casi sesenta millones de personas han dejado de fumar como resultado del aumento de los impuestos, las prohibiciones publicitarias, las campañas de educación pública y la legislación sobre ambientes libres de humo.
Canadá nos da lecciones. Rompe paradigmas sobre la relación que tenemos con las drogas como sociedad, en unos casos, rescatando sus usos terapéuticos, en otros, reconociendo su letalidad y peligro, prescindiendo de la cárcel y brindando asistencia.
Esta referencia, la de un país que nos parece lejano y al mismo tiempo distante de los problemas que tenemos, puede hacernos pensar que estamos lejos de dar un salto tan radical en la mirada que hemos dado al mundo de las drogas. Pero no tan lejos de aquí, en el sur del continente, en Uruguay —seis veces más pequeño que Colombia— un presidente mayor se convirtió hace nueve años en el primero del mundo en legalizar la producción y venta de marihuana.
También aquí, en Colombia, hace dos años Iván Marulanda y Feliciano Valencia radicaron en el Congreso un proyecto de ley que buscaba la regulación de la cocaína. La iniciativa planteaba el control del Estado de la producción y comercialización de hoja de coca y cocaína para arrebatarle a las mafias este negocio. El texto aludía a derechos como la vida digna, la salud y el libre desarrollo de la personalidad, así como a la necesidad de reducir los riesgos por consumo. El proyecto pasó un debate en el Senado con doce votos a favor y cero en contra y luego fue archivado. Pero allí se sembró algo histórico: el mayor exportador de cocaína del mundo, el que ha puesto miles de muertos y millones de víctimas, por fin podría hacer valer su autoridad moral para hablar de cocaína sin pena