Mi hija de dieciocho años aparece en la cocina con un suéter de la juez Ginsburg, hace una taza de Rice Krispies en el microondas y me muestra una foto en su teléfono de dos osos perezosos que se abrazan. Esa es Claire. Como la suya, ella es única. Como la suya, ella es insustituible.
Desde que su hermana se fue de casa a la universidad hace unos años, y luego la pandemia canceló todo en la vida de Claire y en la mía, me he acostumbrado a grandes dosis de ella. La he visto hacer sus días. Escuché mientras tomaba clases virtuales del colegio. Olí el ajo cuando cocinaba. Por la noche, me incliné sobre ella en la cama y le besé la cabeza. Su presencia fue una experiencia sensorial veinticuatro horas al día, siete días a la semana.
Pero ahora es el momento para que ella también se vaya. Empacamos su póster favorito, esa foto en blanco y negro de cuatro monjas fumando y cinco libros que no puede dejar atrás, incluidas las memorias de Samantha Power y el primer Harry Potter.
Llegamos al campus de su nueva universidad, nos demoramos apenas cuarenta y tres minutos en alistar su cuarto, y, luego, el salvaje adiós.
El psicólogo de la universidad envió una nota a los padres de todos los estudiantes de primer año, implorando que limitáramos el contacto, y enfatizó que esto incluía mensajes de texto. Aparentemente, este es un tiempo para que nuestros hijos “se individualicen y se separen”.
Así que esta niña que yo hice —esta niña que es mía— se ha ido y, siguiendo el consejo experto, sus días ahora serán una caja negra para mí. Mientras nos alejábamos mi esposo y yo en la miniván vacía, sentí el golpe de un pensamiento: ella no es tuya. Y la verdad es que nunca lo fue.
No puede culparme por haberme equivocado. Antes de que nuestros hijos se conviertan en ellos mismos, cuando son más físicos que intelectuales y emocionales, los reclamamos pedazo a pedazo.
Hubo un tiempo, hace mucho, cuando los padres tenían equipos de niños para trabajar en la granja y los niños no tenían ningún derecho propio. En la infancia de mi madre, cuando los niños eran vistos, pero no escuchados, el objetivo era criar personas honradas y educadas para presentarlas a la sociedad. En la mía, nos enviaban a jugar después del desayuno y nos llamaban a casa a las 6 p.m. para comer pizza congelada, habas enlatadas y una Oreo en una bandeja frente al televisor.
Hoy, el hijo no es un trabajador, ni una pieza fija, ni una boca que alimentar. Si la gran inversión en esta generación ha sido al servicio de nuestros hijos o de nuestros propios egos es una pregunta para otro día. En cualquier caso, cuando la paternidad se volvió un verbo, los niños se convirtieron en proyectos y los proyectos son fáciles de reclamar como propios.
No tiene por qué ser todo o nada, me dijo el psicólogo Ariel Trost. “Si podemos dejar de lado esta noción de propiedad y vernos a nosotros mismos como nuestros y a ellos como suyos, podemos crear un espacio para asombrarnos”, dijo. “La propiedad no es cercanía”.
Tomando prestado del budismo, el doctor Trost sugiere apuntar hacia un desapego compasivo. No el desapego hacia nuestros hijos, sino hacia el resultado de en quién se están convirtiendo. “Estamos trabajando hacia un lugar donde podamos disfrutar el uno del otro”, dijo.
Mi esposo y yo hicimos un bebé que se convirtió en una niña, y luego esa niña se volvió capaz, buena e imparable.
Nuestra despedida marca el máximo éxito. Cada unidad de amor que pasó entre nosotros, todo ese apego, hizo posible que su desapego, como dijo el psicólogo del campus, construyera su “propio nido, emocional y socialmente fuera del contexto de la familia”. No es que no me esté costando aceptar esto, pero el camino de Claire se ha separado del mío, como debería ser. Tal vez lo mejor esté por venir, o al menos algo igualmente bueno, cuando nosotras, como madre e hija, seamos solo dos personas, cada una en su viaje épico, comparando notas, como iguales