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Sara Jaramillo Klinkert
Columnista

Sara Jaramillo Klinkert

Publicado

Con los tenis puestos

Una vez me fui de tenis a una entrevista de trabajo y al otro día, muy discretamente, me estaba llamando una asesora de imagen a insinuarme que, si quería trabajar allá, tenía que usar tacones. Era una de esas empresas del GEA cuyo manual interno incluía instrucciones acerca de cómo vestirse y cómo no. Por increíble que parezca, eran un montón de páginas enteras dedicadas al calzado, el maquillaje, las medias veladas y otros asuntos que prometían añadirle al trabajador profesionalismo y seriedad. Salí a comprar tacones porque necesitaba el trabajo. También compré un par de medias veladas que nunca fui capaz de ponerme sin sentirme ridícula. Cuando me las medí frente al espejo de mi cuarto no supe si era mejor reír, llorar o salir corriendo a internarme en el monte.

Los primeros días me fui con la pinta más acorde posible al manual. Tengo que admitir que los tacones eran preciosos. Me veía alta y espigada, pero, la verdad, no sentí que me agregaran ni una pizca de inteligencia. El profesionalismo y los conocimientos ya los traía de antes, así que tampoco fueron obra del calzado. En cuanto a la seriedad, debo decir que, por fortuna, nunca la he tenido.

La empresa era inmensa y había que caminar mucho. No tardé en descubrir que los tacones solo funcionaban dentro de los veinte metros cuadrados de la oficina. Moverme más allá de ese perímetro era un tormento. Lejos de otorgar el profesionalismo y la inteligencia prometida, los tacones me generaban amargura e incomodidad. Mi teoría es que están diseñados para que las mujeres se queden quietas en un punto fijo, para que no estorben, para que obedezcan, para que no se revelen ni puedan salir corriendo tal y como debí salir antes de aceptar ese trabajo. ¿En qué momento aquella niña salvaje que usó zapatos por primera vez cuando se acordaron de meterla al colegio había terminado así? ¿Dónde estaba la trampa? ¿Cómo se abría la jaula?

Sí, los tacones me incomodaban, pero me incomodaba más haber caído en esa dinámica empresarial que me impedía ser yo misma. Luego descubrí que no estaba sola. Empecé a verlas por todas partes. Silenciosas, clandestinas. Mirabas y allí estaban: en el parqueadero, en el metro, en la estación de bus, encerradas en el baño un minuto antes de que sonara la alarma, ese dios invisible y bulloso que anunciaba el cambio de turno. Sentadas o haciendo equilibrio en una pierna, las veías sacando un misterioso paquete que abrían mirando hacia ambos lados como si estuvieran cometiendo el peor de los delitos. El delito era llevar los tenis entre el bolso.

Me tomó tiempo revelarme porque tenía 23 años y necesitaba el dinero. Casi agradecí que me empezara a doler el talón y me diagnosticaran fascitis plantar. Ese día paré en un semáforo y una mujer descalza se arrimó a pedirme limosna. “¿Quiere estos tacones?”, le pregunté. “¿Usted se embobó o qué? Si con eso no se puede andar”, me respondió. Sus palabras me quedaron tallando más que los tacones, así que un kilómetro después los arrojé por la ventanilla del carro 

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