Volví donde mi tío, el padre Nicanor. En estos comienzos de año tiendo a estar triste, taciturno, y hablar con él me espanta la murria. Estaba parado ahí, en el corredor de su casita campesina. Eran casi las seis de la tarde, cuando el sol se oculta y pinta en el cielo+ con sus rayos desleídos ese gran fresco de fugacidad y de eternidad que es el ocaso.
-Mira, hijo, mira ese perfil de las montañas, que parece se estremecieran bajo el roce de las manos de Dios acariciándolas, como la madre a un hijo para el sueño.
-Muy bello, padre, pero flaco consuelo para un triste, para esta tristeza que se atraganta en el alma cuando apenas arranca un nuevo año.
-De pronto lo que tú sientes, muchacho, no es tristeza, sino tristura.
-¿Tristura? Se está inventando usted una palabra que no existe en el diccionario.
-Pero sí en el vocabulario del alma. La tristura es una tristeza en tono menor. Revolotea en torno de uno y a veces se posa en el alma, como una mariposa leve. Normalmente sólo se siente un roce suave de melancolía, pero a veces puede punzar, como el aguijón de una abeja, y deja un escozor hondo de desasosiego.
-Curiosa, tío, su teoría de la tristura.
-La he aprendido, hijo, la aprendemos todos, a punta de años y de desconsuelos. La tristura no tiene motivos aparentes, como la tristeza, que suele ser causada por golpes secos y solemnes. No es una pena con música de órgano tubular al fondo (para decírtelo en palabras de mi vida en los templos), sino un tristor, palabra que también me invento, hecho melodía mustia de armonio.
-Y con olor a incienso, supongo.
-Con olor a incienso, a humo de cirios encendidos, aunque no es precisamente un sentimiento religioso. Es parte de la condición humana. Te paras en cualquier esquina de la vida, y ahí la ves, como una sombra echada a tus pies. Es fiel compañera la tristura.
Hay quienes la convierten en un perrito faldero y la cargan y acarician enfermizamente. Otras se la pasan ahuyentándola a patadas, como a los chandosos que ladran en los caminos. Pero no hay caso. Por más filosofías que se esgriman; por más tramoyas religiosas y espirituales que se fabriquen; por más libros para lograr el éxito y la felicidad que se lean; por más técnicas de vaciamiento interior que se practiquen, allí estará la tristura, acechando pertinaz y persistente detrás del corazón o entre los párpados cerrados.
-Pues, padre, si llegué triste a buscar consuelo, habrá que decir que al que no quiere caldo se le dan dos tazas.
-A la tristura, hijo, hay que acabar por amarla. Por cohabitar con ella. Al ser parte de la condición humana, es también parte de nuestra riqueza interior. Y terminará siendo elemento esencial de la serenidad que, querámoslo o no, tendremos que aceptar tarde o temprano. Ya sea que por tal entendamos la felicidad. O la desilusión. La madurez tal vez no sea sino la humilde aceptación de la existencia. De lo que nos queda de vida. Y la felicidad, si es que existe, no es otra cosa que tener el valor de aceptar las propias limitaciones