Caty tiene 11 años, vive a las afueras de Cartagena, cerca de Turbaco, en una casa con patio pero sin piscina, una tortura en un lugar donde todo el año hace calor. Como nadie le explica nada, ella tiene que parar la oreja cada que puede, con prudencia para que no la descubra su madre, quien la regaña siempre por chismosa. Solo así, piensa Caty, podrá entender ese mundo que a los adultos les resulta difícil explicar, o que sencillamente no quieren hacerlo porque no creen que un niño merezca tantas explicaciones.
“Si no me estuviera ocultando las cosas, yo no tendría necesidad de averiguarlas por mi cuenta”, dice Caty de su madre, con quien mantiene una relación compleja, una mezcla de odio con amor ocasional. La relación con su padre es distinta,...