A besos o a puños, así nos tratamos, así nos mentimos, así declaramos nuestros afectos o nuestras diferencias. Seguro es por miedo a la verdad. Nos cuesta enfrentarla, nos duele mirarla a los ojos y sabernos desnudos frente a ella. Seguro es porque nos resulta más cómodo vivir en un paraíso imaginario donde creemos que todo lo podemos, donde creemos que todo lo merecemos, en nuestra propia guarida donde nos declaramos omnipotentes. En cambio cuando del otro se trata NO es así. Soberbios, eso somos.
Nos declaramos predestinados al progreso, al triunfo, a que las oportunidades nos encuentren sin salir a buscarlas. Pero cuando es el vecino, o el compañero de trabajo el que logra cosas lo calificamos de afortunado, adulador o privilegiado.
En múltiples oportunidades nos creemos subvalorados, bloqueados por las circunstancias, y náufragos en una realidad carente de oportunidades. Eso sí, cuando la crisis toca al de al lado sucede porque quiso, porque se lo buscó, porque es un vago, porque es poco inteligente, porque es un desagradecido o porque en últimas es descuidado.
Pedimos el beneficio de la duda, pero no perdonamos, acarreamos rencores y juzgamos guiados por la intuición sin revisar los hechos. Partimos de que el otro siempre actuó con mala intención, porque nos envidia y no soporta nuestro éxito.
Lo nuestro es importante, esencial, inaplazable y merece prioridad, lo del compañero de trabajo o hasta del amigo es una tormenta en un vaso de agua, sus tristezas son innecesarias, sus dudas infundadas y sus miedos cobardía.
Pedimos olvido y perdón, que nos absuelvan de nuestras faltas, pero lloramos sobre la leche derramada y nos revolcamos entre lo que pudo ser y no fue. Rumiamos nuestras propias mentiras, hasta encontrar como juzgar al semejante. A veces nos cuesta dar las gracias o dimensionar el drama humano de nuestro semejante.
Somos excesivamente compasivos con nosotros, pedimos tiempo y espacio. Carecemos de punto medio, nos alabamos y damos plazos ilimitados, “eventualmente” haremos esto, aquello o lo de más allá. Sin embargo no sabemos esperar, nos indignan el turno, la fila y la demora y nos desbordamos en la queja y el acoso.
Exigimos la verdad pero mentimos ante nuestros errores y los minimizamos: que no era para tanto, que fue sin culpa, que no pasó nada, que cualquiera se equivoca o que a todos nos pasa. Frases que repetimos hasta el cansancio. Empero juzgamos a quienes nos mienten, les decimos soberbios y los culpamos de agotar los finitos segundos de nuestro reloj que escasean. Prometemos, en vano, que con sinceridad todo sería diferente.
Se preguntará el lector por las razones de los párrafos anteriores. La explicación es que no entendemos, no mutamos. Parece que ni transitar por el límite de nuestra existencia es suficiente para ponernos en los zapatos de otro.
Tal vez el único asomo de verdad que habita este texto es que somos pura contradicción. Hace unos días una enfermera, en Medellín, se equivocó al poner una vacuna contra el Covid-19, se dio cuenta, pudo mentirse, pudo mentirnos, pero no lo hizo, reconoció su error y lo corrigió inmediatamente: salvó una vida. Pudimos darle besos, pero preferimos los puños