Jesús de Nazaret fue prestidigitador descomunal de la palabra. Vivía acariciando en la mente y en el corazón el simbolismo del lenguaje. Sus palabras volaban como aves por el espacio infinito. Sus oyentes vivían sin darse cuenta en el mundo de la fascinación, como si asistieran al comienzo de la creación, fruto de la palabra. “Dijo Dios: ‘Haya luz, y hubo luz’” (Génesis 1, 3). “En el principio existía la Palabra” (Jn 1,1). Revelación sublime.
El evangelio cuenta cómo Jesús, sabiendo que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, “habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Juan 13,1). Para Jesús una cena es el gesto perfecto de una despedida, sobre todo si es definitiva. “Mientras estaban comiendo, tomó pan, lo bendijo, lo partió y se los dio y dijo: ‘Tomen, esto es mi cuerpo’”. Y luego tomó una copa y les dijo: “Esta es mi sangre de la Alianza, que es derramada por todos” (Mc 14,22.24).
Admirable realismo el de Jesús. En una cena, los comensales disfrutan el placer inenarrable de comer y beber. Cuerpo y alma sobreviven alimentándose. “El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él” (Juan 6,56). El asombro desborda la mente y el corazón de quienes escuchan estas palabras metamorfoseando la realidad.
“La cena que recrea y enamora”, verso de San Juan de la Cruz, que él mismo comenta así: “La cena a los amados hace recreación, hartura y amor. Porque estas tres cosas causa el Amado en el alma en esta suave comunicación”. Para el poeta místico, la cena recrea porque es “fin de todos los males”; y enamora, porque es “posesión de todos los bienes”. Para el místico, el Reino celestial comienza en la tierra.
Jesús, el místico por excelencia. Lo sabemos por la confidencia que hizo a los discípulos. “Dichosos los siervos a quienes el señor, al venir, encuentre despiertos [...] Se ceñirá, los hará ponerse a la mesa y, yendo de uno a otro, les servirá” (Lucas 12,37). El Reino de los Cielos es un banquete con todas las dulzuras y deleites del amor.
Al despedirse de sus amigos con una cena, Jesús anticipa en el tiempo la eternidad. En el banquete celestial, él es el anfitrión, el que sirve a la mesa, el pan y el vino servidos, y es también uno de los comensales. “El Cuerpo de Cristo” es el banquete de quienes estamos llamados a ser dioses por participación. Del creyente depende que la mesa familiar sea eucaristía