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Al frente estuvo el general retirado Jean-Louis Georgelin, quien dirigió la obra como una campaña militar y la dejó casi lista antes de su muerte en 2023.
Por David González Escobar - davidgonzalezescobar@gmail.com
´En abril de 2019, el mundo entero vio la Catedral de Notre Dame arder: en millones de pantallas se observó cómo las llamas avanzaban rápidamente por el techo, causando el colapso de la icónica aguja central y de buena parte de la estructura que, con más de 850 años de historia en el corazón de París, recibía a unos 12 millones de visitantes anualmente —casi el doble de los turistas que llegaron a Colombia en 2024—.
El templo que había resistido los embates de la Revolución Francesa, servido como escenario para las historias de Victor Hugo y sido el lugar de coronación de Napoleón se convirtió, en cuestión de horas, en una estructura ennegrecida, con su techo arrasado y buena parte de su contenido invaluable gravemente dañado.
Por eso, grata fue mi sorpresa cuando, al volver a entrar a Notre Dame luego de más de diez años esta semana, lo que vi no fue algo totalmente desconocido, sino algo inesperadamente familiar y, a la vez, renovado: la piedra de su interior, antes oscurecida por casi un milenio de hollín y humedad, brilla ahora con una nueva luminosidad, revelando el tono claro que probablemente tuvo cuando era una novedad en los años 1200. El mobiliario renovado, los murales medievales repintados con colores vivos y, en general, un ambiente marcado por el optimismo —ya entrando en su primer verano tras la reapertura a finales del año pasado— no evocan la penumbra con la que solían describirla las novelas francesas del siglo XIX.
En los días siguientes al incendio, Macron prometió que Notre Dame sería reconstruida en cinco años. Muchos dudaron: cumplir ese cronograma parecía imposible aquella noche de 2019, cuando la aguja acababa de arder como una antorcha y las imágenes aéreas mostraban la magnitud de la destrucción al interior del templo.
Sin embargo, ante la carga simbólica de Notre Dame, todo terminó encajando. El dinero llegó rápido: casi 900 millones de euros en donaciones en cuestión de semanas, más de la mitad aportados por las familias Pinault, Bettencourt y Bernard Arnault, las mayores fortunas de Francia.
Aparte de la financiación, la logística fue igual de monumental. Se movilizaron miles de robles —seleccionados uno a uno en bosques de Normandía y del Loira—, y la compleja capacidad fabril del país permitió encontrar proveedores adecuados tanto para los trabajos más artesanales, liderados por empresas familiares, como para los procesos con mayores exigencias industriales. Al frente estuvo el general retirado Jean-Louis Georgelin, quien dirigió la obra como una campaña militar y la dejó casi lista antes de su muerte en 2023.
A pesar de los debates sobre si la reconstrucción de la catedral debía incorporar algunos elementos de mayor modernidad, lo que primó fue un esfuerzo irrestricto por reconstruirla de la manera más fiel posible a su diseño original. Así, cuando a finales del año Macron inauguró la nueva Notre Dame frente a jefes de Estado que iban desde el recién reelegido Trump hasta el mandatario de un país en guerra como Zelensky, lo que tenía encima de sí era el peso de siglos de historia. Y se siente bien: aunque los muros estén ahora blanqueados, los sucesos recientes de Notre Dame son un buen recordatorio de cómo, incluso en un mundo que insiste en describirse —falazmente— como incesantemente cambiante, aún hay cosas que logran, pese a todo, trascender la historia.