Tienen razón, y el derecho a expresar su incomodidad, los lectores que encuentran una equivocación en una columna y esperan, o exigen, la corrección oportuna. Llámese lapsus cálami, gazapo, equivocación, o simple error al teclear (también le decimos “el diablillo”), los lectores merecen una disculpa por el descuido. Y más si son dos erratas en una misma columna, como ocurrió en la que escribí el pasado 24 de abril, titulada “Los reconocidos de abril”.
Dije en ella que en ese 24 de abril se cumplían 116 años del nacimiento de Fernando González Ochoa. Fueron 126, como no tardó en advertírmelo un acucioso lector. Y también me equivoqué al afirmar en ese mismo texto que Manuel Mejía Vallejo había nacido en Jardín, cuando es sabido que nació en Jericó, como bien me lo señaló el señor Humberto Mejía ese mismo día en un mensaje y exigió, una semana más tarde, que el error fuera corregido en esta misma columna. Hoy lo hago, y no sin cierto rubor.
A propósito de la cuna de Manuel Mejía Vallejo, me llama la atención que en una reciente emisión del programa “Temas de vuelta” (del 31 de enero, creo) por Teleantioquia, mi colega y compañero de El Mundo, periodista Luis Alirio Calle, asocia a Jardín con la patria chica del escritor. A una pregunta del periodista, el actor que representa a Manuel en la entrevista de ficción le confiesa que aunque él fue “fabricado en Jardín”, de hecho nació en Jericó. Que su mamá, embarazada, había ido desde Jardín a acompañar a la abuela moribunda en Jericó y allí había nacido el niño.
Nadie le quita al autor de “La tierra éramos nosotros”, el gran honor de haber nacido en Jericó, cuna también de la Madre Laura y de Héctor Abad Gómez, entre otros conocidos. Su vigor literario y su mundo novelístico, que acabó creando Balandú, casi como un Macondo paisa, lo rescataron a tiempo del olvido. De ese olvido en el que, sea dicho de paso, se ha quedado otro gran novelista jericoano, José Restrepo Jaramillo, el autor de “David, hijo de Palestina”. Sobre este autor leí no hace mucho el libro, que recomiendo, “José Restrepo Jaramillo y la renovación de la narrativa colombiana del siglo XX”, de Jairo Morales Henao, publicado por el Fondo Editorial Eafit.
La anterior reflexión para apaciguar el escrúpulo por haber dicho también en mi columna que Mejía Vallejo no es tan leído ahora como en nuestra juventud. Esa juventud perdida en la que resuena la siempre agradable “conversa” del escritor en su casa, que bautizó “El fin del afán”, o en algún recodo de La Piloto. O en Ziruma, donde murió