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El coronavirus está causando efectos desastrosos no solo en la economía mundial sino en el ánimo del ser humano. El pánico avanza más rápido que la misma infección. Se vuelven imparables.
Hay desespero en los mercados y angustia en el ser humano. Es el miedo a la muerte. Esa señora muerte de que hablara León de Greiff, “que se va llevando todo lo bueno que en nosotros topa”. Es la fragilidad del ser humano. Su impotencia ante lo evidente. La ciencia, la tecnología que cada día fabrica armas letales para destruir al mundo, va siendo superada por la pandemia del coronavirus.
La peste negra mató 30 millones de euroasiáticos en el medioevo. La gripa española a 25 millones. El paludismo, el sarampión, la viruela -que acabó, unida con los arcabuces de los conquistadores españoles, a los indígenas– fueron arrasadores. Pero el mundo no era “aldea global”. Ni había redes sociales, ahora encargadas, más que para prevenir, para sembrar pánico colectivo.
Se especula, en medio del miedo, cuál fue la causa que desató el virus. El murciélago se pone en escena como antes ejercieron su protagonismo las ratas y mucho antes, en las diez plagas de Egipto, la langosta. ¿Siempre los animales? ¿Y el hombre qué? ¿ Su poder de destrucción de la naturaleza y la malicia no ha tenido nada que ver con la expansión de los virus? ¿No ha habido acaso perversidad –como ya se insinúa– en laboratorios para encontrar fórmulas creadoras de virus exterminadores de vidas en ese delirante fundamentalismo político, religioso, económico y cultural que como plaga se mueve en la humanidad?
Algún amigo recordaba la novela de terror Los ojos de la oscuridad, en donde se profetiza que “en el 2020 una severa neumonía se expandirá por el mundo atacando los pulmones y resistiéndose a cualquier medicina conocida”. Premonición apocalíptica. Como lo han sido muchas novelas que de ficción han pasado a la realidad.
“Vivir nunca ha sido fácil”, dice Camus en su ensayo sobre el Mito de Sísifo. Guerras, pestes, conflictos, confirman que el hombre es lobo para el hombre. Que el ser humano es frágil. Que es una cosa “vana, variable y ondeante”, al mejor estilo barbajacobiano. Y que el signo de la tragedia no pocas veces ha sido trazado por la perversidad humana.
¿Está preparada Colombia, síquica, física y médicamente para enfrentar lo que se vino? El presidente Duque ha sido responsable en decir la verdad, sin sobredimensionar los efectos nocivos del virus pero tampoco minimizándolo. Ha tomado medidas draconianas pero necesarias. El país se encierra y se cierra. No hay de otra. Convoca a la unidad nacional de propósitos para enfrentarlo. Por supuesto que críticos emponzoñados aprovechan las circunstancias por dolorosas que sean para destruir nación.
Tranquilidad y paciencia. La resiliencia ha sido atributo de los colombianos que padecieron los estruendos de los carrobombas, asesinatos, desplazamientos, secuestros y toda clase de vindictas que a través de la convulsionada historia colombiana se han dado y se siguen dando. En los momentos de crisis se conocen las virtudes y fortalezas de un pueblo que a veces parece haber nacido bajo el sino de la tragedia.
