La reciente intervención gráfica sobre el enorme puente Gilberto Echeverri Mejía en Medellín es un verdadero esperpento. Consiste en un entramado de colores que simula el tejido de una tela y cubre los dos soportes de la estructura de concreto; atrae todas las miradas y desdibuja la hermosa estética ingenieril, que no necesitaba ninguna decoración.
Como ciudadana del común que simplemente observa el entorno de la ciudad, y sin otra información diferente a lo que leí en la prensa, me pregunto si quienes planearon tal obra comprenden la trascendencia de cualquier expresión de diseño o arte en el espacio público.
En esencia, estas intervenciones son para mejorar la calidad de vida de los ciudadanos y en ningún caso pueden ser monumentos personales de algún gobernante, como sucedía en épocas anteriores. La idea es que sean cercanas, se usen, se disfruten.
Hoy son bienvenidas muchas expresiones, como fuentes, parques, jardines, murales o miradores, para crear zonas de esparcimiento y distensión. Pero es indispensable que sean producto de un grupo de trabajo que considere lo social, lo ambiental y lo histórico, la calidad constructiva y artística, y otros aspectos, para que tengan sentido dentro del contexto urbano y perduren. De otra manera, puede ocurrir lo de las pirámides de la Avenida Oriental (ya demolidas) o lo de los mosaicos de Las Palmas (que se desmoronan).
Una obra exitosa como la Plaza Botero —construida en el corazón de la ciudad hace poco más de veinte años— fue el resultado del estudio profundo de un equipo interdisciplinario de arquitectos, historiadores, sociólogos, antropólogos, ambientalistas e intelectuales, incluyendo a la Dirección del Museo de Antioquia, la Alcaldía de Medellín y el propio Fernando Botero. También es el caso del reciente Parque Conmemorativo Inflexión, un proyecto sensible para toda la ciudadanía que fue realizado donde estaba el edificio Mónaco, residencia del capo Pablo Escobar. Reconocemos el empeño de la Administración de entonces por hacer una intervención seria y con participación ciudadana, a pesar de la presión de muchos por remodelar el edificio o construir un proyecto que generara dinero.
En cuanto al puente que une los barrios El Poblado y Guayabal, el director de la empresa encargada de la intervención dijo que honra la industria textil, “para que el arte toque el alma de los ciudadanos”.
Pero pareciera que nadie tuvo en cuenta los cuestionamientos de vecinos y líderes comunales de los barrios aledaños, a quienes les parecía prioritario el mantenimiento del puente y de las partes bajas, que están en mal estado. Es muy diciente la respuesta que recibieron: “Nosotros somos como un Miguel Ángel que se encarga de plasmar el arte en los espacios, no revocamos los muros. Las intervenciones que pide la gente son labor de otras entidades, como la Secretaría de Infraestructura o la Secretaría de Movilidad”.
Por un lado, es una equivocación calificar como arte esa intervención y, por el otro, olvidar que la gente es la que paga esas obras y puede disfrutarlas. Pareciera que los dibujos fueron un capricho, sin otro sentido que decorar. No enaltecieron o mejoraron el lugar, sino que fue más bien una imposición.
Por alguna razón que desconozco, hoy en nuestro medio está de moda cubrir con imágenes cualquier área de concreto, como si fuera un lienzo o hubiera que disimularla.
A la moda hay que temerle. Aquí cabe recordar el chiste del New Yorker que cita el historiador Ernst Gombrich en su ensayo “La lógica de la feria de las vanidades”, en el que un hombre dice en una reunión: “No sé nada de arte, pero sé lo que es in”.
Quienes decidieron invertir en esta obra, como homenaje a la industria textil de la ciudad, desconocen un término que utilizaban nuestros ancestros: malgastar, que significa gastar por gastar