Por alberto velásquez m.
El espectáculo de un expresidente de la Corte Suprema de Justicia capturado por el CTI de la Fiscalía para pagar condena por los delitos de concierto para delinquir agravado, cohecho, utilización indebida de información privilegiada y tráfico de influencias –copando las páginas del Código Penal– es un acto que avergüenza a cualquier Estado de derecho. Mirando tan deprimente desfile hacia la cárcel, se recuerda al poeta cartagenero: ¡Diablos, estas cosas dan ganas de llorar!
Esta es una de las muestras que contribuyen a la insatisfacción de los colombianos con la democracia. El 80 %, según estudio reciente de la Universidad de los Andes, no creen en ella. Dudan de sus beneficios. No creen que siga siendo “el menos malo de los sistemas de gobierno conocidos”. La corrupción instalada en los máximos organismos del Estado debilita la credibilidad y confiabilidad en el sistema. Tanta corruptela arrastra al escepticismo y la incredulidad frente a los poderes del Estado. De un Estado sospechoso y frágil, factores que favorecen las propuestas y caudillos populistas. Estos saben pescar en ríos revueltos.
La justicia es la materia del Estado más reprobada, cuando debía ser la vitrina más trasparente. Pasan los años y los escándalos en la justicia no cesan. Con el agua hasta el cuello una nación asfixiada por la injusticia, aspira infructuosamente a que Colombia sea un Estado social y real de derecho. Que sus cortes se purifiquen de sus carruseles delincuenciales y que las garantías procesales y la función independiente de los jueces y tribunales, se haga realidad algún día.
La credibilidad y confianza en la justicia es uno de los atributos que desde hace muchas décadas se ha malogrado en Colombia. Los organismos judiciales se han politizado. Han sido perforados por extremistas camuflados que dictan sentencias sesgadas de acuerdo con sus militancias ideológicas, dejando sin piso la imparcialidad y la respetabilidad de la justicia. Magistrados que, como camaleones, cambian de piel de acuerdo con las conveniencias políticas y las presiones que sobre ellos se ejercen sea a base de dinero o amenazas. Por eso nuestra justicia es débil, temerosa, dudosa.
Cuando de aplicar justicia se trata, se hace no pocas veces en forma irresponsable y superficial pregonada a través del espectáculo que le facilita la radio y la televisión a las primicias de sus disposiciones. El compadrazgo con algunos medios de información es evidente. Sentencias impactantes que se dan como extras noticiosos, mucho antes de conocerse los fallos en su integridad. Incumple ese comportamiento de farándula, aquella norma de que los tribunales se expresan a través de sentencias elaboradas y escritas.
Sin una justicia plena, seria, respetable, es imposible construir un Estado real y social de derecho. Un Estado fuerte, justo, democrático, antípoda del Estado totalitario. Un Estado eficaz que recupere la hoy perdida confianza de la democracia como la menos mala de los sistemas de gobierno. De no alcanzar ese propósito, el país seguirá sumido en incertidumbres y frustraciones, a punto de zambullirse en las procelosas aguas del populismo. Y ahí sí, apaga y vámonos