Los domingos nunca son indiferentes. Un martes lo puede ser e incluso un jueves pese al cosquilleo que provoca la cercanía del viernes. Sin embargo los domingos siempre se hacen sentir con fuerza y nunca pasan de puntillas. Tal vez sea la ralentización de las horas, el sonido quedo de la ciudad o la soledad que se intuye desde la ventana. Algo de esto y un poco de aquello impiden que los domingos pasen sin generar un efecto en nosotros.
Los domingos buscan compartir ritos, deshacer camas, encontrar palabras, despertar músculos, saborear lo conocido y estremecerse con algo nuevo. Vibran a un ritmo lento, son cadenciosos y casi diríamos que hasta holgazanes. Hablan en voz baja por si acaso retumban todavía el ruido y la algarada del sábado. Huelen a café, a pan tostado, a tierra húmeda, a papel periódico, a desayunos largos, y almuerzos tardíos. A flor de azahar, a níspero y a pinos que se calentaron bajo el sol.
Pueden ser corrosivos en su necesidad de recordarnos lo que aún no hemos hecho y también evocadores de otros momentos que ya no nos pertenecen. Están hechos de recuerdos y ansiedades. Les gusta bucear en nuestro interior y encontrar abismos donde deslizarse. A veces estrujan el alma y se meten por recovecos que desconocíamos y otras tantas nos dan espacio para entender esa mirada que la noche anterior no supimos comprender.
Nos asaltan sin piedad con su carga de incertidumbre y abandono. Nos llenan de dudas con movimientos espasmódicos y nos invitan a jugar con respuestas imposibles que no nos atrevemos a asumir. Tienen la capacidad de mimetizarse y adoptar así la apariencia de criaturas míticas, unas veces centauros y otras amazonas. Su presencia es implacable, siempre están listos para el enfrentamiento y nunca faltan a su cita simbólica con el septenario. A veces nos observan impávidos desde su condición de fin de ciclo para luego ofrecernos la ilusión de que mañana todo vuelve a comenzar. Como Sísifo o como el Fénix dependerá de cada uno.
Un domingo puede querer abrazarnos y no soltarnos. Aferrarse a nuestro cuello y negarse a partir aunque ya llegue el lunes con sus rutinas, deberes y obligaciones. Esas que nos ocupan, que nos envuelven cada día y que hacen más fácil el no pensar y el poder evadirnos de lo que realmente importa. También puede a veces abrirle la puerta a la melancolía, que entra y nos abrasa consumiéndonos lentamente, mientras las nubes grises nos contemplan desde arriba. Hasta que llega el viento. Pero esa ya es otra historia.