Por Armando Estrada Villa
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La contratación para el asesinato por encargo está creciendo de nuevo en Colombia. Las cifras de la Fiscalía General de la Nación lo demuestran: de 12.277 homicidios en 2019, 6.466 fueron por sicariato, que representan el 52.6 por ciento e implica 17 muertes diarias. Por manos de estos asesinos están cayendo líderes sociales, exguerrilleros, los que no pagan extorsiones, los que incumplen compromisos.
Para Adela Cortina hay tres expresiones básicas de la violencia, en las que encaja perfectamente el sicariato: expresiva, instrumental y comunicativa. Expresiva, en cuanto patología que persigue causar la muerte de la víctima; instrumental, en cuanto trata de alcanzar un propósito, para el contratista la muerte de quien es señalado y para el contratante el pago por la realización del encargo de asesinar; y comunicativa, porque se utiliza como último recurso, que sirve para transmitir un mensaje a los que no pagan la vacuna extorsiva, violan las fronteras invisibles, lideran obras sociales, abandonaron las armas, no pagan deudas, no respetan pactos.
El sicariato es la máxima expresión de violencia física ya que tiene por único objetivo matar, aprovechando la sorpresa y la indefensión de la víctima. Significa la violación del primer y mayor derecho humano, la vida, y el absoluto rechazo de los derechos humanos y del derecho humanitario. Los sicarios son profesionales de la muerte que cumplen el encargo de asesinar y toman para sí el odio y ánimo de venganza de quien los contrata, por lo cual es frecuente que maten a quien no conocen y con quien no han tenido ninguna diferencia. Además de la eliminación física de las víctimas, buscan el amedrentamiento de jueces, testigos, periodistas, deudores.
El sicariato es una “profesión” en la que el dinero que posee el contratante y necesita el contratista desempeña papel determinante, puesto que es el eje de la relación. Por lo que se convierte en un oficio cuya única motivación es la paga y al dinero, objeto de la transacción, se le asigna mayor valor que a la vida. El aumento del sicariato indica la facilidad con que se generaliza –se practica en casi todo el país– la creciente desvalorización de la vida y la conversión de la muerte en fuente regular de ingresos para algunos individuos.
El sicario es producto de una inferior calidad de vida que quiere superar, de un sistema de emulación con sus contratantes y compinches y de ascenso social que le permita acceder a bienes que muestren su progreso (vehículos, ropa de marca, joyas, mujeres).
El sicario es un pistolero al servicio del mejor postor, insensible e indiferente con respecto a sus víctimas, que se compromete a matar a cambio de una remuneración con objetivo y motivo indiscriminado, pues puede ser por ajuste de cuentas por razones económicas, familiares o de honor; puede ser un acto de justicia privada contra un violador de obligaciones, promesas u órdenes; puede ser contra un servidor público, un periodista, un extorsionado que no cancela la cuota, un posible denunciante, un testigo incómodo o el sicario porque sabe mucho de la organización criminal o porque falló en su cometido: nadie está seguro frente al sicario, ni siquiera el sicario mismo.
Corresponde a las autoridades tomar pertinentes medidas de carácter social, de inteligencia y judiciales para hacer frente a este grave problema.